Tal fue el eslogan publicitario que el régimen anterior puso a rodar por el mundo con el fin de atraer a turistas que sueñan visitar un país sano, una tierra verde y promisoria. El Ecuador es un país equinoccial, geográficamente aventajado, biodiverso, multicultural, rico en paisajes. Los viajeros que lo visitaron a mediados del siglo XIX (diplomáticos, unos, como Hassaurek) coincidieron en sus testimonios sobre la riqueza natural del país, lo insondable de sus selvas, la magnitud de sus nevados. En sus crónicas no faltaron, sin embargo, inquietantes observaciones que se repiten como un leitmotiv: la prodigalidad de la naturaleza contrasta con la mezquina actitud de la gente, la pasión política de los caudillos echa por tierra cualquier esfuerzo civilizatorio. Hassaurek anotó una reflexión que aún nos concierne: “…obligación de toda nación es conocerse a sí misma. Sin embargo, para adquirir el conocimiento suficiente de sí misma, en algunas ocasiones una nación deberá querer verse como otros la ven”.
Si proclamamos devoción a la vida, nuestro fervor debería ir más allá de un simple eslogan. El amor a la vida (esa biofilia de la que habló Erich Fromm) es el principio de convivencia de una colectividad sana. Una sociedad psicológica y moralmente saludable es aquella en la que hay seguridad, justicia y libertad. Ello ocurre cuando la vida social se desarrolla en condiciones dignas, prima la ley, es el ciudadano quien decide su destino y no una camarilla gobernante, cuando se respeta la libertad de pensamiento, la corrupción es reprimida y no quienes la denuncian. Este es el ambiente de una sociedad sana, la atmósfera que anhelamos respirar. En síntesis, lo opuesto a todo aquello que este país soportó durante la larga pesadilla correísta.
Ahora, cuando hemos superado una época de tergiversaciones de nuestra índole, aquel mandato délfico del “conócete a ti mismo” (y al que Hassaurek hacía referencia) debería abrirse paso como principio de verdad de lo que realmente somos.
Nuestro proverbial amor a la vida se manifiesta en el temperamento amable y generoso del pueblo. No somos una sociedad violenta, preferimos el diálogo, jamás los desplantes del mandón. Somos tolerantes y hospitalarios con los extraños y damos más de lo debido aunque ello nos acarree sinsabores. El ecuatoriano es hombre de buena fe, cree en los demás, es solidario y con vigor se entrega a las nobles causas cuando está convencido de que ello es bueno para su país. Sin embargo, como decía un político criollo, si el ecuatoriano es un hombre bueno, nunca es pendejo; esto es, no acepta el engaño, la mentira. “Característica fundamental del pueblo del Ecuador –decía Benjamín Carrión- es la desconfianza a que lo engañen desde arriba, a que se burlen de él, a que abusen de su ingenuidad”.
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