Hubo tiempos en que la humanidad vivía rodeada de certezas y creía ser feliz. Entonces todos conocían el valor de la palabra y la usaban para decir lo que llamaban la verdad. Ahora, en cambio, la humanidad vive en medio de preguntas que no puede responder, ignora lo que es la verdad, pero sabe que nunca ha tenido a su disposición tantos y tan eficaces medios de comunicación global.
Sometidos a una constante lluvia de noticias, espectáculos, informes, consejos, comentarios, ofertas y bromas de mal gusto, vivimos bajo el continuo bombardeo de informaciones tan abundantes y dispares que, no tardaremos en sentir bajo los pies como una gelatina, mientras descubrimos con horror que los muebles de la casa, las bancas de los parques, las ventanillas del banco y hasta la gente que circula por la calle se encuentran sumidas en una niebla espesa por la que viajan ondulando las palabras sin que nadie logre descifrarlas del todo. Una duda universal y absoluta envuelve las creencias, las viejas convicciones, las instancias sagradas del Poder y los muros de las instituciones que han sobrevivido a los siglos…
Para abreviar: hemos entrado en la Era de la Duda. Estupefactos ante una epidemia lejana, por ejemplo, sabemos que se acerca como una marea amenazante y tratamos de averiguar de qué se trata exactamente: las redes nos traen decenas de videos entre los cuales no hay más coincidencia que el nombre de una ciudad que parece imaginaria. He visto uno que acusa a los gringos de haber fabricado un virus para quebrar a la China, y otro que acusa a los chinos de haber montado un laboratorio para preparar una guerra bacteriológica. ¿Cuál de esos videos ha informado realmente lo que pasa? ¿Será verdad que está pasando lo que pasa? ¿Quién puede darnos alguna certeza?
Ante el fantasma de la duda, aparecen dos caminos, y ambos son absolutos: el escepticismo o la fe, pero nunca la certeza. El escepticismo es más inteligente, pero huele a claudicación; no obstante, hay quienes, ya no creen a nadie y han renunciado para siempre a la verdad. Otros se agarran de la fe como de un clavo ardiente: confían en el locutor de radio o TV que han escuchado desde siempre; o prefieren las informaciones oficiales; o recurren a su cura párroco, o buscan a los nigromantes y adivinos; o confían solamente en su intuición…
La certeza es el estado ideal de la razón, pero la razón ya ha emigrado de este mundo sobrecargado de racionalismo.
La fe es el recurso supremo del corazón, es la adhesión sin condiciones a algo que se quiere –entendiendo ese querer en el sentido afectivo. Y aunque parecen opuestas, la duda no excluye necesariamente a la fe: al contrario, ambas suelen tener un destino paralelo, crecen juntas, se alimentan mutuamente y comparten su dominio sobre este ser desdichado que es el animal humano.
Entonces, ¿qué es la verdad? La pregunta que Pilato dirigió a Jesús sigue esperando una respuesta.