La última vez, le vi muy señor bajo el poncho de Castilla. Iba montado en un hermoso castaño capulí, aperado a la criolla, las riendas en la mano izquierda, y a la derecha, el adorno de la veta. Cabalgaba por un camino de tierra rodeado de sus chagras, a media rienda y a galope corto, rumbo a cualquier páramo. Respiraba optimismo. La vida iba adelante, como el horizonte, como el páramo que ondea cuando los jinetes persiguen una punta de reses. La vida venía con el viento.
Le conocí hace tiempo ya, en un entrevero de chagras, caballos y toros, entre el griterío de hombres rudos y decires recios. Charlamos como viejos conocidos; más aún, éramos amigos desde siempre sin habernos visto, gracias a esas identidades que nacen de aficiones comunes, de curiosidades compartidas, de anónimas gestas parameras. Con él, y con otros, fuimos descubriendo al país en la humildad, en el alero de teja, en el taller del talabartero, en las fiestas de los pueblos, en el habla popular. Coincidimos casi siempre en el campo. Hablábamos el idioma del país sencillo, que fue el argumento que nos unió.
Alguna vez, divagando sobre las cosas de la tierra, nació la idea de un libro que debía preservar al hombre de campo, registrar su historia y dejar a salvo su memoria. El libro se hizo con la concurrencia de otros dos chacareros y amigos, creyentes firmes en las cosas nuestras. Y con el libro, se reivindicó a la persona del chagra serrano de viejas raíces. Y con el libro, muchos descubrieron que ser chagra era una singular forma de afirmar la identidad.
Don Raúl hizo posible que los pueblos vuelvan a celebrar sus fiestas con cabalgatas; que el poncho se luzca otra vez en los desfiles; que lo criollo renazca; que se esconda la vergüenza por lo mestizo; que la gente intuya que la nación es mucho más que la política. Que es trabajo, que es la historia de la vida cotidiana; que es la mano encallecida del vaquero; que es el silencio; que es el cerco de cabuya, la hacienda vieja y la labor antigua. Don Raúl hizo posible que la gente humilde entienda que ellos también son el país.
Ahora, don Raúl se ha ido. Su ausencia será relativa, sin embargo. Sobre ella estarán vigentes las reivindicaciones que hizo posibles. Persistirán los paseos chacareros, los rodeos, los libros y las fotografías que hacen la memoria de una tierra que está allí, pese a todas las negaciones. Sobrevivirá el orgullo por el uso del poncho, por la estampa de los vaqueros de páramo. Sobrevivirá la afirmación que nació gracias a las ilusiones de quienes como él, descubrieron cualquier tarde que el país no es una abstracción, que es el sol encendido sobre el páramo en la hora del venado, que es el reclamo del mirlo en la quebrada y el canto del gallo distante, remoto; y que es el chagra que asoma en el recodo del chaquiñán, antes de irse para siempre.
Adiós, don Raúl.