En su libro “La dinámica autoritaria”, la profesora de la Universidad de Princeton Karen Stenner plantea que en muchas personas existe una predisposición hacia el autoritarismo, que es la intolerancia por lo “diferente” que lleva a imponer realidades, creencias, actitudes y comportamientos por medios coercitivos y hasta brutales. Con base en un estudio de actitudes llevado a cabo a nivel global, revela que alrededor de un 60% de los adultos humanos muestra esta predisposición autoritaria, y el otro 40% es abierta a la libertad individual y la diversidad étnica, política y religiosa en las sociedades.
¿Cuáles son los generadores de estas dos predisposiciones? Propongo que entre las más importantes raíces de la predisposición autoritaria están dolores y frustraciones que la persona no ha procesado adecuadamente, sanando sus heridas emocionales y desarrollando la madurez cognitiva necesaria para regular, con reflexión, la ira profunda y escondida que ha quedado. Al contrario, planteo que la predisposición a aceptar y a valorar la libertad y la diversidad resulta de sustancial madurez, que significa, sobre todo, la auto-regulación de las emociones destructivas y la capacidad para actuar serenamente, aun ante profunda frustración.
¿Qué genera la inhabilidad para procesar adecuadamente los dolores y las frustraciones que la vida inevitablemente trae? La causa principal es la decepción de la necesidad de amor que sufre un enorme porcentaje de toda la humanidad. Y la triste realidad es que quienes más causan esa decepción –padres y madres- la causan en quienes más aman –sus hijos- quienes necesitan desesperadamente ser objeto no de dureza sino de comprensión, de tolerancia y, en muchas ocasiones, de perdón. Como lo expresó el gran psicólogo infantil Haim Ginott, “los niños necesitan amor, especialmente cuando no lo merecen”.
Pero precisamente porque la mayoría de padres y madres nunca lograron procesar sus dolores, decepciones y frustraciones, no son capaces de dar el amor que sus hijos necesitan: un amor suave, paciente, dulce, amable, acogedor, que reprehende sin agredir y guía sin lastimar.
El drama del autoritarismo y la coerción puede convocarnos en cualquiera de sus tres niveles: el del profundo y solitario dolor del niño que se siente agredido por un padre o una madre dominante; el del infierno de las familias disfuncionales de las cuales los hijos varones huyen haciéndose los machitos para luego convertirse en perpetradores de violencia familiar, y las hijas mujeres huyen a través del embarazo precoz; o el de sociedades enteras a las que dominan fantoches populistas, aprovechadores de la generalizada propensión autoritaria, que permanecen incapaces de romper los círculos viciosos de pobreza, abuso del poder y desesperanza.