En una reciente visita a la Capilla del Hombre, imponente edificio que alberga obras de ese genial ecuatoriano que fue Oswaldo Guayasamín, me quedé por un tiempo frente a una monumental expresión de su arte, un panel de tres grandes óleos llenos de enormes figuras humanas retorcidas y agónicas que en la esquina inferior derecha lleva el siguiente texto: “A Nicaragua con su dolor y mi angustia, Guayasamín, 1986”.
Para ubicar a esta obra en su contexto histórico, Nicaragua estaba en otro de sus tiempos de terrible violencia: los sandinistas habían derrocado al dictador Anastasio Somoza (hijo) en 1979, y a partir de 1981, el gobierno de los EE.UU., bajo Ronald Reagan, había apoyado a los “contras” en su rebelión contra el gobierno sandinista.
Hoy, los sandinistas que fueron objeto del homenaje del Maestro Guayasamín están haciendo a su pueblo lo mismo que le habían hecho los Somoza. También en México, Chile, Cuba, Bolivia, Venezuela se han dado estas secuencias de dictaduras provenientes, las unas, del lado conservador, socialmente retrógrada y abusivo, y las otras del lado supuestamente progresista que a la postre es igualmente carente de respeto por la libertad y los derechos humanos. En el convencimiento de ser dueños de la verdad, cada lado ha satanizado al otro y, sobre esa base, ha justificado y justifica la masacre del otro.
Ahogada en el ruido de esa disputa entre las que etiquetamos de “izquierda” y de “derecha” está la voz de la razón, que busca decirnos que nadie es ni santo ni demonio; que los esquemas sociales, económicos y políticos que nuestros pueblos heredaron de la colonia sí generaron condiciones de profunda injusticia y terrible abuso; pero que la respuesta marxista-leninista conduce a igual injusticia y abuso; que existe clara evidencia, en todo el mundo, de que el liberalismo nacido de la Ilustración, aplicado coherentemente en lo político, económico y social, es la mejor garantía de la libertad y los derechos, la creación de oportunidades, y el mejoramiento de las condiciones de vida en sus múltiples dimensiones; por encima del compromiso con las tendencias ideológicas que cada quien haya adoptado está nuestra esencial obligación moral de ver, reconocer y respetar la verdad.
Meditando frente al impactante “Homenaje a Nicaragua” del Maestro Guayasamín, me pregunté si, de poder conversar con él, pudiésemos coincidir en que es inaceptable, para ambos, el dolor de quienes han sufrido y siguen sufriendo de incesante violencia, no solo en Nicaragua; en que él, desde su perspectiva de “izquierda”, y yo desde la mía liberal, compartimos la angustia que provoca ese dolor; y en que, no obstante nuestras grandes diferencias, tenemos mucho más en común, incluida la obligación de trabajar juntos para enrumbar mejor nuestras sociedades.