En estos días se cumplen 15 años desde que, como tabla de salvación a la que se aferró el Gobierno de esa época, se adoptó el modelo de dolarización en el país. Vista en perspectiva la decisión fue traumática, más que por el hecho mismo de adoptar una nueva moneda por la fijación del valor de la misma al momento de arranque de este proceso. Hay que recordar que el año 1999 había iniciado con una cotización de 6 000 sucres por dólar. Un año después el tipo de cambio se situó en 25 000 por cada divisa. Se había experimentado una devaluación en el que el valor de la moneda local se depreció en más del 300%, lo que pulverizó las economías de los hogares, los ingresos constantes en sucres eran cada vez menores para adquirir bienes que, en la realidad del mercado, ya se transaban en dólares. En el principio este malestar se volcó en contra de la medida adoptada, pues el público atribuía a ese modelo el encarecimiento de precios. Pero la razón era otra, la devaluación había deshecho el poder de compra de quienes percibían ingresos fijos. Basta recordar una cifra. A inicios del nuevo milenio el salario mínimo vital había retrocedido a la suma de 80 dólares mensuales. Desde allí se tuvo que recuperar la capacidad adquisitiva de los trabajadores, hasta llegar a las cifras actuales.
Las críticas provenían de todo lado. Incluso comentaristas económicos especializados se pronunciaban en contra de la medida. Con el tiempo se han vuelto en ardorosos defensores del esquema. Desde el punto de vista técnico, no faltaban argumentos para considerar que no fue la decisión más adecuada. La principal fue que, al final del día, el país viviría anclado a un tipo de cambio fijo que no le permite adaptarse a las fluctuantes condiciones del mercado internacional. Sin embargo, el esquema funcionó.
El sistema brindó confianza y estabilidad. El sector financiero empezó a colocar recursos a plazos más largos y los clientes de la banca pudieron obtener préstamos para adquirir viviendas. Esto dinamizó la economía para, en los tiempos actuales, observar que los depósitos de los ecuatorianos alcanza una cifra cercana al 30% del PIB. El esquema, acompañado de una bonanza inusitada por el precio del barril del crudo, vivió una transformación que se la puede percibir fácilmente.
Pero nada está garantizado. Sólo a forma de ejercicio vale la pena hacerse estas preguntas: ¿En qué situación estaríamos si el país no estuviera dolarizado? ¿Habría existido la tentación de, ante la disminución de recursos provenientes del exterior, hacer funcionar la maquinita impresora de billetes sin respaldo? ¿No es esa la situación por la que atraviesan otros países de la región, que comparten políticas e ideología? Si el modelo funcionó y ha coadyuvado a que el país y las economías de los hogares salgan a flote, lo lógico es hacer todos los esfuerzos posibles por sostenerlo. En ese propósito debemos coincidir todos los ciudadanos, para más adelante no estar lamentando consecuencias que podrían echar por la borda todo lo alcanzado en estos años del arranque del nuevo milenio.
Manuel Terán / mteran@elcomercio.org