Ecuador registró un aumento de divorcios del 119,1 % en diez años. El dato recientemente presentado por el INEC se acompaña de otro que indica una reducción en el número de matrimonios. Las cifras invitan a pensar en una ruptura del ‘status quo’ de la convivencia social; una ruptura que, para quienes la observan desde una lente más conservadora, tiene dimensiones de ¡¿crisis familiar?!
Ahora bien, antes de ceder a la tentación del prejuicio o la ignorancia, de armarse de preferencias morales o de defender un supuesto orden natural, tal ruptura puede leerse como una correspondencia con una sociedad que debate la transformación de sus estructuras. Una sociedad marcada por el aparecimiento de nuevas identidades y modelos familiares, por el cuestionamiento del sistema patriarcal… Una sociedad líquida y de amor líquido, siguiendo a Bauman.
Que el matrimonio, como institución, pierda fuerza en la sociedad no se traduce como una desintegración de la familia. Matrimonio y familia hoy son conceptos diferentes; equipararlos resultaría equívoco sino discriminatorio. El matrimonio, ese acuerdo entre dos individuos, pareciera ser una institución demasiado densa para tiempos líquidos; es, cada vez, más liturgia antigua y argumento estético de cómo ‘deber ser’ una relación. A ello se suma la diversidad -legalmente reconocida- de familias.
Entre las causas para el divorcio que arrojan los datos están la inmadurez de los esposos, los problemas económicos y la infidelidad. Las tres empatan con individuos contemporáneos de mayor autonomía, pero que se baten con la incertidumbre y la angustia ocasionadas por el menor peso de las tradiciones. Empatan, también, con una sociedad de consumo donde todo es objeto de mercantilización, de usar y tirar; y con un compromiso visto como negación de la libertad personal, frente al lo cual se prefieren conexiones (sin mayor implicación o profundidad), antes que relaciones construidas con los placeres de la unión y los horrores del encierro.