Los resultados del proceso eleccionario en Brasil arrojan un manto de incertidumbre sobre lo que le espera al gigante latinoamericano con un gobernante que durante la campaña mostró que la desmesura en las palabras, sean del signo que fueren, puede rendir frutos electorales. No ha sido el único que ha recurrido a esa clase de ardides para ganar un espacio y desde allí proyectarse hacia el poder. Tampoco esta clase de fenómenos han sido exclusivos de esta parte del mundo. Basta recordar al extravagante italiano que dominó la política varios años desde un imperio de medios, siendo propietario de un popular equipo de fútbol, cuyas formas histrionicas le sirvieron para controlar el poder hasta que la justicia le apartara de la posibilidad de continuar incidiendo perniciosamente en la vida política de su nación. Los han habido también del bando contrario, que con proclamas incendiarias han conseguido engatusar a los pueblos para manejarlos a su antojo, imbuidos de un supuesto afán reivindicatorio del que presumen con el objeto de congraciarse con los electores, generalmente muy humildes, para luego regodearse en prácticas cuyo único derrotero ha consistido en apurar el saqueo de los fondos públicos.
Hay diferencia, eso sí, en como son tratados unos y otros por ciertos sectores de opinión. Unos son elevados a la categoría de héroes y su gesta ramplona es ocultada porque esgrimen tesis que agradan a la intelectualidad de cafetín, mientras que a los políticamente incorrectos se los combate con dureza desde el primer momento. Si los segundos son una simple escoria de desalmados que se apropian del dinero ajeno, los primeros son unos incomprendidos que realizan “caja” para fondear la lucha política pues, como cínicamente algunos han pregonado para justificarse, esta disputa se hace con grandes recursos económicos y ellos, por ser de izquierda, carecen de los medios para brindar esa pelea. Así cobran vigor los aportes al “partido”, a la “causa”, eufemismo que les ha permitido amasar ingentes cantidades de dinero mal habidoy poner de relieve su desvergüenza.
Lo cierto es que los dos bandos banalizan la disputa por el poder con el mismo resultado, destruyen la institucionalidad y lesionan uno de los bienes más preciados de una nacion. La pelea por el control político deja de ser una lucha democrática signada por reglas, para convertirse en una confrontación a ultranza que busca prevalecer y derrotar al contrario hasta verlo desaparecer, a fin de que nadie ponga en riesgo el dominio hegemónico alcanzado.
Con esas prácticas protervas, el concepto de democracia se vacía, pierde contenido. Las dos tendencias aniquilan la credibilidad y la confianza de que los ciudadanos sean gobernados por normas justas, aplicadas sin miramientos ni distingos. Se desciende a estadios primarios en que la fuerza y el número prevalecen sobre la razón. Con ello se escapa la posibilidad de poner las bases para edificar cualquier sistema que permita salir de la pobreza.
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