Todo está lleno. La ciudad, el mundo, las calles, están atiborrados. La muchedumbre, antes fenómeno esporádico, en estos tiempos, es realidad permanente: es la constante que determina la vida, marca los comportamientos, desborda los espacios, rompe los esquemas y destruye las instituciones. Las masas reinan, invaden la cultura, condicionan la política, disuelven el pensamiento, matan la capacidad crítica y anulan al individuo.
Si se observa, más allá del torbellino de la noticia, se advertirá la sistemática disolución de la persona. En el mercado, los seres solitarios no importan: no son clientes y, por tanto, no existen. En los espectáculos, rige la multitud y sus gustos desplazan a todos los demás, allí, los diferentes, no interesan. En la política, el ciudadano pesa cuando suma votos y conforma grupos, cuando tiene significación electoral. La democracia en todo el mundo es un hecho tumultuario. No es un régimen de gobierno, es una máquina que explora sentimientos, caprichos y preferencias de los más, y que construye y conduce conductas multitudinarias y actos de masas. Los gobiernos están determinados por la obsesión de las mayorías, de allí que los regímenes se agoten en campañas sistemáticas para captar adhesiones. De allí que la lógica del poder haya emigrado desde las racionalidades ideológicas a la obsesiva dependencia de los sondeos. El papel de los intelectuales y los teóricos lo asumieron hace rato los “consultores electorales”, los profesionales del “marketing.”
En ninguno de esos hechos tiene peso específico el individuo. Los derechos rigen en la medida en que exista acompañamiento, en que funcione el grupo, el gremio o la simple multitud. Las razones -patrimonio de las personas- no importan. Importan las presiones y ellas, usualmente, están asociadas con conglomerados y tumultos. Los legisladores hacen las leyes con un ojo en el texto y con el otro en los resultados del sondeo. La “popularidad” es la ideología dominante. A nadie se le ocurre decir o hacer cosas necesarias pero “políticamente incorrectas”, porque se vive con la angustia y la consigna de ser de la mayoría, de recibir el aplauso y sintonizar con la masa, aunque ella, como es usual, carezca de razones y fundamentos. Ante la presión de los “derechos colectivos”, ante el vaporoso “interés comunitario”, las personas se esconden y prefieren callar y adherir a lo que impone la moda política.
La alternativa es: diluirse, abdicar de la condición de dignidad humana, y ser masa, o afirmar la individualidad, ser distinto, escaso o solitario, pero persona, que tiene el valor de apartarse de la inundación multitudinaria, de señalar que lo que explica y justifica la existencia de las instituciones, y lo único que legitima al poder, es el señorío y el respeto a cada individuo y la preservación de sus derechos.