Probablemente este año tuvo lugar el reparto de los premios Oscar de la industria cinematográfica, que menos discusiones ha originado. Es que entre las películas candidatas para la codiciada estatuilla, fue tan notoria la superioridad de una de ellas –‘El discurso del Rey” acerca de Jorge VI de Inglaterra e Irlanda- que no quedaba margen para controversias.
Ese Rey era descendiente de la reina Victoria, la más notable de todos los gobernantes que ha tenido su país. Ella con su figura menudita, un poco regordeta, aspecto maternal y firmes ideas y principios, había dirigido su país durante sesenta y cuatro años, cuando lo llevara hasta la cima del poderío político y económico y la máxima expansión colonial, como que llegó a sumar la cuarta parte de las tierras emergidas del Planeta.
El sistema de Gobierno, conocido como “Monarquía constitucional” se consolidó entonces: “el Rey reina, pero no gobierna” es una de sus fórmulas bien explicativas; el Poder reside propiamente en una de las Cámaras, la de los Comunes, que desempeña la administración junto con el Primer Ministro, quien refleja el apoyo del Partido mayoritario. Hay plena independencia de lo judicial.
Durante el largo mandato de Victoria el valor de las exportaciones británicas se multiplicó cuatro veces y media y la red de ferrocarriles aumentó diez veces. Claro que también las diferencias internas entre ricos y pobres llegaron a ser abismales, lo que preparó graves conflictos. Se la ha criticado a la reina por un “clima religioso muy fuerte, con tendencia al puritanismo y a los peligros de la hipocresía y el cuidado solo de las apariencias” (Plaza-Janés), pero no cabe duda que el país vivió una edad de oro de la creación cultural y, de otro lado, la soberana emparentó a través de sus numerosas y bellas nietas con casi todas las familias reinantes.
Murió Victoria al comenzar el siglo XX y le sucedió Eduardo VII, cuyas jaranas en el París de “la bella época” fueron más conocidas que sus labores de estadista. Después de él vino Jorge V, quien debió enfrentar el drama de la Primera Guerra Mundial en cuanto símbolo de toda la nación, y posteriormente Eduardo VIII. “Durante la segunda mitad de aquel crítico año de 1936, el pueblo británico prestaba más atención a un problema dinástico. Su soberano demostró escasos deseos de gobernar y menos con las pocas atribuciones y muchas preocupaciones que la Constitución deja a los monarcas. No ocultaba sus simpatías hacia los alemanes’ y de súbito el rey se ocupó de otra cuestión de género bien distinto: renunciar a la corona o a la señora Wallis Simpson, una estadounidense a la que había conocido dos años antes y era divorciada. Eduardo a satisfacción de todos, abdicó. Le sucedió su hermano Jorge VI” (Carl Grimberg).
Encarnado por el excelente actor, Colin Firth, este es el protagonista de la película, y quien representa como consecuencia, al padre de la actual soberana, Isabel II.