Estamos habituados a un Estado estruendoso, y a grupos políticos de todos los signos que ha transformado al poder -ya desde su ejercicio, ya desde la oposición- en un interminable desfile que marca a la sociedad a ritmo de bombo y corneta. La política es un espectáculo que nos agobia. Vivimos sofocados por ella, estremecidos por sus anuncios o ilusionados por sus discursos.
La política es el gran hermano invisible. Está en toda conversación, en los noticieros, en las entrevistas, en las pantallas, en la red. Está metida en el alma y es la lente con la que miramos todas las cosas. No hay otra dimensión posible. La política ha cambiado la visión amable de la patria nuestra, que ahora es el ‘Estado’, el ogro filantrópico del que hablaba Octavio Paz.
En algunos países europeos, no se siente al Estado, la política no es, habitualmente, tema de conversación, a menos que algún acontecimiento extraordinario ocupe transitoriamente la atención de la gente. Sin embargo, el Estado discreto y eficaz -es decir, útil- está allí: en los medios de transporte, en la policía confiable, en los servicios públicos que funcionan como reloj suizo, en sistemas judiciales rodeados de dignidad, en la seguridad jurídica y en el alto concepto del valor de los contratos.
Allá, la maquinaria estatal, limitada por las libertades individuales y el interés común, funciona sin chirridos, sin echar el humo a cada instante; sin que sufran estremecimientos las instituciones ni se reformen constantemente las reglas; sin que los actos de masas y los paros alteren la vida y el ánimo de los ciudadanos a cada instante; sin que pese sobre la sociedad la amenaza constante de la revolución.
Parece que el subdesarrollo está directamente asociado con el Estado estruendoso, con la política invasora, con la movilización perpetua y, por cierto, con las teorías de la “repolitización de la sociedad”, que no es una táctica que garantice las libertades, sino, al contrario, método seguro para dominar todos los espacios. Así pues, habrá que pensar, alguna vez, en la necesidad de distinguir, con rigor y precisión, entre ‘civismo’ y militancia, entre sentido de identidad y fundamentalismo, entre Estado y país. Quizá por allí lleguemos al punto de equilibrio entre lo privado y lo público, y advirtamos que todo, incluso lo público, tiene límites.
Una tarea que le corresponde al Ecuador en el largo plazo es hacer de su Estado una maquinaria silenciosa, discreta, limitada y respetuosa de las libertades. En esa línea de pensamiento, habría que replantear el concepto de lo político, reformular el sentido de lo público y la función esencial de los espacios de autonomía personal, indispensables para que cada persona sea el centro y razón de todas las cosas.
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