El mundo se mueve entre la aspiración a la libertad y la tentación del control; entre la humanidad de la discrepancia y la frialdad de los dogmas; entre la fertilidad de las ideas y la aridez de las órdenes. Siempre ha sido así; las sociedades viven en ese arriesgado vaivén. Las ideas florecen en la incertidumbre. La comodidad de las poltronas y las certezas de la planificación han sido factores de empobrecimiento, mediocridad y agonía de la creatividad.
Los intelectuales han sido, y son, la piedra de toque en el escenario de la incertidumbre. En ocasiones, apuestan a vivir en la tierra de nadie del riesgo, que paradójicamente es espacio propicio para crear, cuestionar, escribir o pintar. Son las épocas en que la discrepancia prospera, en que el debate marca las vidas y la reflexión ennoblece. Hay otros tiempos, sin embargo, en los que la apuesta es al acomodo, en que se renuncia y se abdica. Tiempos en que algunos que fueron artífices del pensamiento crítico se transforman en propagandistas de los nuevos dogmas, en reproductores del pensamiento oficial, en altavoces.
La discrepancia es un sigo de dignidad, es la señal de que la vitalidad social alimenta a la gente, más allá de los salarios que finalmente domestican a los hombres. Hay sociedades que han construido culturas discrepantes. Hay tiempos luminosos en que el pensamiento prospera, choca, se contradice. La occidental es una cultura que se formó de la eterna discrepancia, en que finalmente vencieron, sobre los dogmas y las inquisiciones, las ideas de libertad, de cuestionamiento, de derechos individuales.
La literatura es evidencia de que la capacidad crítica alumbra ideas y genera herramientas para entender y retratar a la sociedad. La escritura organiza esa capacidad crítica, afina las ideas, estructura las visiones sobre el mundo, el poder y la vida cotidiana. Pero, en no pocas ocasiones, la escritura alaba y aplaude sin más razones que el miedo o el interés; en ocasiones, la escritura es panfleto y la novela folletín; la historia, a veces, es panegírico de los caudillos o camuflaje de la ideología.
La riqueza de una sociedad, la verdadera, está en su posibilidad de mantener incólumes las libertades; en la capacidad de ejercer la discrepancia, de construir una lógica, una historia y una cultura basadas en las virtualidades de las personas. Y en hacer del poder una oficina de servicio público, un espacio en que se conjuguen la equidad, la justicia, el derecho y la tolerancia.
En épocas de confusión, en tiempos en que los referentes se han perdido, es fácil trastrocar los valores, es fácil mirar a las libertades como estorbo, es posible ceder a los cantos de sirena. Es fácil vender la intimidad en la vitrina y permutar las convicciones por el siempre tentador plato de lentejas.
En todo esto, sin embargo, el hilo de relación entre el poder y las personas es la tolerancia y el respeto.