Desde su aparición, la izquierda ha estado enfrentada a un dramático dilema: conservar la pureza de sus principios a costa de continuos fracasos electorales, o buscar el éxito electoral a costa de la pureza de sus principios. Se entiende que tales principios, en virtud de un proceso reduccionista, son aquellos que se derivan de las teorías económicas e históricas de Marx, a los cuales se han sumado los de carácter político que provienen de la sagacidad de Vladimir Ilich Ulianov, apodado Lenin. Sin embargo, setenta y más años de historia han podido lograr lo que no pudieron los filósofos: demostraron que muchas de esas tesis han estado total o parcialmente equivocadas, y su error ha contaminado la totalidad de la teoría.
Entonces la izquierda se ha encontrado frente a un nuevo dilema: o persiste en sus tesis a pesar de la historia, o se somete a la historia y requiere re-elaborar sus principios. Lo primero corresponde a esa forma de dogmatismo que ya fue denunciada por André Breton en el curso de una célebre conferencia pronunciada en Praga: fiel a su propio surrealismo, Breton habló de aquellos que creen que la teoría es un pie y la realidad un zapato; buscan, por lo tanto, que la realidad se ajuste a la teoría tal como buscamos el zapato que se ajuste a nuestro pie. Lo segundo abre dos posibilidades: o encubre toda clase de oportunismos, o expresa la necesidad de admitir que el concepto de la izquierda sobrepasa al concepto de marxismo.
¿Qué es, entonces, la izquierda? Según Bolívar Echeverría, no es un partido ni una unión de partidos o movimientos; es una tendencia suprapartidista que se propone completar y perfeccionar las conquistas de la Revolución Francesa y las instituciones jurídico-políticas que se derivan de ella. Por lo tanto, se propone liberar al mercado de su actual sometimiento a las necesidades del capital, que beneficia a una sola clase; conseguir que el liberalismo político se radicalice, de modo de lograr una libertad real de todos los ciudadanos, reduciendo la brecha entre los más y los menos afortunados; y lograr que el ejercicio de la política se libere de la dependencia a la que le somete el capital, de modo que venga a ser la esfera donde los ciudadanos puedan realmente ejercer su libertad.
En tanto tendencia suprapartidista, la izquierda no es una entidad permanente e inmóvil: se la reconoce más bien en cada acto, en cada decisión que los partidos deben tomar ante las situaciones concretas. Pero no es la única forma de combatir en predominio del capital, que reduce todos los valores, e incluso el ser humano, a simples mercancías. Hay que reconocer a su lado a todas las estrategias de defensa de las formas naturales de la vida: defensa de la naturaleza, ya excesivamente devastada por la ambición capitalista; feminismo; reconocimiento de las opciones libres de los individuos sobre su propia identidad. Pero estos, desgraciadamente, no serán los temas que discutan las izquierdas que ahora buscan su unidad.