Entre los escándalos por la desaforada corrupción durante la década correísta, las noticias de otra índole pasan inadvertidas. Una de ellas publicada en este Diario me impactó: 9 200 valiosísimos libros se conservan por obra de un precario artilugio en la Biblioteca Nacional. A falta de un moderno sistema de climatización, se recurre a un método casero para mantener ese tesoro bibliográfico: a ventiladores, cuando el calor excede ciertos límites; y a baldes de agua para generar humedad, si la sequedad amenaza la preservación de los libros.
Los volúmenes son parte del fondo de los jesuitas expulsados en 1 767 de los dominios españoles por Carlos III; entre esos libros se cuentan ocho incunables. Con aquellas obras nació la primera biblioteca pública en Quito, en 1792, a la cabeza de la cual estuvo Eugenio Espejo. Para la restauración integral del fondo –apetecible fuente para los investigación- se necesitan USD 1 500 000.
Es fácil inferir de qué pie cojea la Biblioteca Nacional: crónica escasez de recursos económicos. La precariedad de la conservación del importantísimo fondo y la tacañería e inestabilidad en la asignación presupuestaria son señales de otra carencia mayor, la de apoyo a las políticas culturales.
Así como en los hogares y las escuelas, los hábitos de lectura pueden formarse cuando niños, padres y maestros tienen a la mano los libros, también los países requieren posibilitar ese acceso a sus habitantes.
Los índices promedio de lectura en el Ecuador son de los más bajos de América Latina: según la Cerlalc, cada ecuatoriano lee en promedio medio libro al año. Solo el 43% de la población es lectora: y de ese porcentaje, el 52,2% lee libros; el 37,7, periódicos y el 3,7%, revistas. Estos índices son un termómetro de los deplorables resultados de la educación y su incapacidad para crear hábitos de lectura.
Contar con bibliotecas en barrios, en ciudades, en todos los centros de enseñanza, y desarrollar y mantener un sistema de bibliotecas y la gran biblioteca nacional son pasos necesarios para consolidar programas de acceso al libro y promoción de la lectura.
En la novela de Bradbury, Farenheit 451 los libros son quemados como objetos peligrosos: a esa temperatura arde el papel. Las limitadas posibilidades de acceso a ellos y la precariedad de las bibliotecas públicas son formas de destrucción del libro. Este solo cobra vida con cada lector.
Si tan solo un 1% de los sobreprecios en las obras públicas en la década pasada o de los más de USD 1200 millones gastados para aplanar los terrenos de El Aromo se hubieran invertido en bibliotecas, libros y programas de animación a la lectura, otro gallo nos cantara en esta área educativa y cultural y el país no cargaría el vergonzoso índice de medio libro al año.