¿En qué momento la democracia representativa se transformó en “dictadura plebiscitaria”? ¿Cuándo el concepto de poder limitado derivó hacia el poder absoluto? ¿Puede el plebiscito inaugurar un modo sui géneris de totalitarismo? Estos son los temas de fondo que se discuten en las elecciones venezolanas, porque Chávez es uno de los gestores más eficientes de la mutación del Estado democrático en poder absoluto. Es el fruto de plebiscito usado como herramienta para consolidar la utopía socialista, empleando la propaganda y el asistencialismo, explotando las tradiciones paternalistas y potenciando las características del caudillismo latinoamericano.
Se dirá que el pueblo puede decidir lo que quiera, que la suya es la voluntad de Dios. Pero, si se matiza el tema, el asunto se complica. Tomando en cuenta la “cultura política” del votante latinoamericano, su nivel de información objetiva, los resultados de la propaganda y el poder mediático-electoral, resulta que, como dijo alguien, “el que pregunta es el que sabe, el que contesta no sabe casi nada”. Sostener que los nuevos poderes se han construido sobre la decisión informada y conciente de la gente, es una tesis errónea. La población no vota por las ideas escondidas en un proyecto, no vota por densos textos políticos, no vota por constituciones. Vota por personajes, por sonrisas, por intereses. Vota por resentimientos, por ilusiones encendidas al calor de los discursos, o de las entrevistas, por nociones vacías que se venden como panacea de todos los males, por creencias en la magia del carisma. Nuestras democracias son un ritual que esconde dogmas que ni se discuten ni se plantean, que aparecen solo cuando el candidato ya es gobierno. La teoría, y la propaganda dicen, sin embargo, que por “eso” votó el pueblo. ¿Es eso verdad?
Las preguntas de rigor son ¿por qué vota la gente común, que es la sustancial mayoría?, ¿cuál es en contenido real del mandato entregado? Me temo que la gran distancia que existe entre la verdad política y el discurso electoral permite que luego esa “democracia representativa”, o delegativa, vacía de contenidos concretos y de mandatos específicos, se convierta en poder absoluto, en carta blanca, en dictadura plebiscitaria, en la que el caudillo interpreta a su buen saber y entender la misión que presuntamente le dieron, y que es la que el se asigna. Es una especie de autocoronación.
Obviar la discusión de los problemas de fondo de la teoría democrática aplicada a sociedades como las latinoamericanas, no es hacerle favor a la democracia. Es propiciar su desnaturalización, es eludir un incómodo pero necesario debate. Ser demócrata implica tomar al toro totalitario por los cuernos y atreverse a desnudar las desviaciones y los efectos inconvenientes que el plebiscito provoca sobre las libertades.