Por favor lean las primeras páginas de La República de Platón. Allí, Céfalo, citando a su amigo Sófocles, asegura ser inmune al sentimiento del amor: “Hace tiempo que he sacudido el yugo de ese furioso y brutal tirano”, dice con orgullo. Es que para los filósofos clásicos –platónicos, aristotélicos y estoicos– libre es quien no ha dejado que sus pasiones le esclavicen.
Los sentimientos nublan el entendimiento porque son confusos y pasajeros. Por tanto, quien sea presa de sus emociones será incapaz de razonar. Aquella persona estará a merced de filias y fobias de toda clase y jamás podrá discernir lo bueno de lo malo, lo principal de lo accesorio, lo verdadero de lo falso. El uso de la razón es, por tanto, esencial para alcanzar la libertad, explicaron los clásicos.
El pensamiento romántico se reveló contra la supremacía del raciocinio y antepuso al sentimiento como único instrumento para relacionarse con el mundo. Según los románticos, bastaba experimentar una sensación fuerte para que algo fuera verdadero o tuviera sentido. Lo principal o trascendente era aquello que podía arrancarnos emociones intensas y quien no sintiera intensamente era calificado de inhumano.
De esta forma, el romanticismo sustituyó el imperio de la razón por el de los sentidos e instituyó al amor –el sentimiento supremo por excelencia– como el principio rector de la vida.
¿Qué tipo de amor?
El romanticismo –y sus secuelas más extremas como el nihilismo o el movimiento hippie– equiparó amor con deseo: según el romántico, desear algo intensamente era prueba suficiente de que su necesidad era legítima y buena.
En el ámbito personal, esa filosofía produjo desastres pero fue en la política donde provocó verdaderas tragedias: ayudó a justificar los excesos más violentos en nombre de una “revolución” que decía inspirarse en un amoroso deseo de justicia que, al final del día, resultó ser solo deseo de venganza.
La noción romántica que equipara amor con revolución está muy arraigada en el pensamiento autoritario de América Latina, tal vez porque permite justificar convenientemente cualquier arbitrariedad.
El video que esta semana circuló por redes sociales es un ejemplo perfecto de ese autoritarismo de vertiente romántica.
“Hasta hace poco yo creía que un dictador era un tirano. Yo lo que veo en las calles es un país que está cambiando. Veo escuelas por todas partes y menos niños trabajando”, dice la canción de aquel video. Es la “dictadura del amor”, como allí mismo se explica, un autoritarismo bueno y legítimo porque supuestamente ayuda a los pobres, el objeto del deseo de los revolucionarios.
También nosotros deberíamos embriagarnos con aquel sentimiento y entregar, a cambio, nuestra razón y nuestra libertad.