El diccionario

Suplicio de algunos estudiantes, mala conciencia de otros tantos escritores y último recurso de quienes cuidan la palabra, el diccionario es ese libro gordo cuya densidad se mide antes que por la larga lista de palabras que contiene, porque es el compendio más cercano de la cultura, la biblia de la gramática, y yo diría, el testimonio fresco de la historia de la vida cotidiana, de la evolución del idioma, de la ruta que han seguido las ­sociedades desde que los hombres comunes inventaron, hace tantos siglos, el español o el inglés o el ruso.

Abro el diccionario al azar, en cualquier página, y encuentro innumerables expresiones de origen quechua, aimará, inglés que, a lo largo de los años, han modificado los viejos decires que llegaron a América en las alforjas de los conquistadores, o en los morrales de los frailes o entre las costumbres de los comerciantes.

En el diccionario encuentro la vitalidad de los idiomas nativos, que empaparon de tantas palabras al español en que se redactó 'El Quijote' y en que se escribieron las Leyes de Indias.

Queda, sin duda, la patente intacta de lo sustancial de ese viejo idioma, pero es fácil advertir que, entre sus términos y sobre ellos, florecieron infinidad de quichuismos, modismos caribes, evidencias guaraníes, anglicismos y, en los últimos años, la carga de novedades que traen la tecnología, la globalización y la libertad de hablar.

El diccionario es un "testimonio político" de cómo las sociedades se inventan a sí mismas, de cómo no es preciso un decreto para que la cultura viva y de cómo la gente, empleando la libertad, hace lo suyo, incorpora los hechos históricos, asume las religiones, desecha las imposiciones, filtra lo inútil y construye siempre. La conquista de América es testimonio de que la comunidad preserva lo que le sirve, asimila los fenómenos, modula el idioma dominante y lo hace mestizo, distinto, hijo sobreviviente de las derrotas y los triunfos. El diccionario, por contraste, es evidencia de cómo las incursiones del poder -el "democratismo"- matan y envenenan la riqueza del idioma, desnaturalizan los decires y empobrecen las expresiones. Basta escuchar los discursos de los caudillos populistas latinoamericanos, y por cierto, los debates legislativos, para condolerse de la palabra.

El margen de creatividad, sin embargo, no puede convertirse en la fiesta de despropósitos que suena a todo volumen en la red, en donde, al parecer, se ha establecido licencia para hablar como quiera, para hacer del insulto y la tontería un recurso frecuente, y para escribir a la bartola, con "h" o sin "h", y en forma tal que, con excepciones puntuales, los debates que se leen por allí parecen dichos en cualquier jerga, menos en el rico, diverso y sabio español. Las barbaridades ortográficas y sintácticas no son evidencia de liberación; son testimonio de cómo va la escuela.

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