Diatriba anti políticos

No confío en ellos. No creo en sus palabras. Tengo recelo de sus acciones y enormes sospechas de sus omisiones. No tolero la mentira diaria ni la confrontación consuetudinaria. Me da asco su glotonería y me irrita su ambición desmedida. Acepto que puede haber excepciones, sí, pero la gran mayoría ha demostrado tener el alma podrida.

Es un contrasentido confiar en los políticos cuando aprecio la libertad por sobre todos los derechos, cuando aspiro a vivir en paz, cuando creo firmemente en el humanismo. Es incoherente creer en ellos si suscribo la honradez, el trabajo y la transparencia como virtudes y talentos imprescindibles en el ser humano. Es ilógico fiarse de ellos si desconocen los ejes fundamentales de la convivencia en armonía: la reflexión, la cultura y el diálogo.

No confío en ellos porque, aunque respaldo la rebeldía, la irreverencia y la reacción, ya no me trago el cuento de la revolución.

Estoy convencido de que una gran mayoría habla con mentiras, que nos engañan con trucos baratos, que nos deslumbran con artificios y nos duermen con cuentos de hadas; por eso, cada mañana despierto de una especie de coma profundo con la secreta esperanza de no encontrármelos, de no escuchar su verborrea de manual mimeografiado, ni de ver sus máscaras de sonrisas congeladas, peor aun asistir a la burda gestualización de besos y abrazos entre multitudes pastueñas y halagadoras.

Me ilusionan los titiriteros de caravana, no los bufones de un palacio prestado. Soportaría una noche entera a cualquier fabulador de cantina, pero no aguanto un segundo al mentiroso de escritorio que toca la puerta buscando votos. Me fío de la verdad que contienen los discursos de los borrachos, pero no creo un ápice en las peroratas de balcón o de asamblea. Me deslumbran los dragones de la calle, pero aborrezco a los fuegos fatuos que pretenden guiarnos con su luz celestial a plena luz del día.

Espero que, algún día, una sociedad culta y avanzada los someterá y condenará con la fuerza de la palabra, los instruirá con la magia de los libros, los sensibilizará con un conjuro musical y los absolverá con los amplios poderes de la risa. En caso contrario, y mientras tanto, solamente seguiré creyendo en la democracia de los besos, en los mandatos de los poetas y cantautores, en un congreso ampliado de silenciosas esculturas moldeadas sobre materias inertes, en las leyes promulgadas por el más delirante de los pintores, en la justicia de la selva virgen, en bonos regalones para los moteles, en la anarquía del amor libre y en la socialización del preservativo.

Y, mientras llega el tiempo, por supuesto, me aferro a la esperanza de que aún quedan excepciones, quizá escasas, quizá lejanas.

Suplementos digitales