Incluso en épocas de tecnología de alta definición, de sofisticadas y seductoras televisiones plasma, de controles remotos y de digitalización de todo lo posible, la radio sigue siendo el medio de comunicación por excelencia, el medio más apto para el despegue de la imaginación, a pesar de antenas, pilas, transistores y cables.
El fútbol transmitido por la radio cobra más vida, resulta más apasionante que el fútbol televisado, por alguna razón ajena a la lógica y a las ventajas del mundo contemporáneo.
Aunque la televisión lo tenga todo a su favor: los colores, las repeticiones en ángulo inverso, las discusiones sobre la posición adelantada, los análisis más juiciosos, la radio cuenta con factores de superioridad: casi cualquier partido narrado apropiadamente puede parecer un intenso clásico disputado metro a metro, balón a balón y no existen ni la noción de la corrección política ni de los límites de la prudencia.
La radio cuenta con los goles narrados a carcajadas y risotadas por Alfonso Laso Bermeo (y ahora cuenta con sus hijos), con la atrevida y descarada militancia de César Pardo, quien vociferaba los goles de Deportivo Quito como si se tratara del último día de su vida, con los alaridos de un locutor que, hace un par de semanas y desde algún lugar recóndito de la provincia de Pichincha (¿Uyumbicho?, ¿Tabacundo?, ¿Cayambe?) relataba un gol del Aucas como si se tratara de Brasil o Argentina en una final del Mundial y argumentaba, quizá para justificar y guardar las diferencias, que estaba jugando “Taita Dios”. O Carlos Efraín Machado’
Si la televisión es precisión, avance inmisericorde de las ciencias aplicadas y claridad de imagen, la radio significa creatividad, carencia de fronteras y ausencia de reglas.
Es que la radio –si me siguen- se puede dar más lujos: como las imperfectas transmisiones vía AM, con sus ecos, sonidos de estática y dificultades técnicas. Si la televisión es la sofisticación de la publicidad, la radio sigue transmitiendo propagandas casi artesanales de ferreterías y anuncios sobre camiones y camionetas. Si la televisión es una familia de clase media viendo el Mundial a la hora del almuerzo, la radio es un niño de ocho años que escucha un partido en una mecánica de un barrio marginal de Esmeraldas y que sueña con venir a Quito a probarse en un equipo de primera. Si la televisión es un objeto de deseo, pagadero en cómodas cuotas mensuales, la radio es un cebiche de pescado con patacones, una cerveza bien fría, tres sillas de plástico y dos goles de Lupo Senén Quiñónez Cheme en un viejo Clásico del Astillero.
Por eso la radio le pone el pecho a las embestidas de lo contemporáneo, resiste agazapada en su trinchera.