Cuando escribo estas líneas, el diálogo entre el gobierno y los dirigentes del paro nacional sigue en marcha y es difícil anticipar, aunque sí intuir, el resultado; siempre que continúe, claro está. Pero lo que hasta ahora hemos visto, muestra que el diálogo existe, en la práctica política ecuatoriana, en dos versiones.
La primera es la del gobierno, la que toma a todos por pendejos y se cree sagaz dando largas, enredando los temas en conversaciones interminables, porque de lo que se trata es de mantener desactivados a los demandantes con promesas que, se sabe de antemano, no serán cumplidas.
Pero el resultado no es la desactivación, sino la segunda versión del diálogo, esa que se entiende como imposición, que ya no se traga las promesas y exige resultados (queremos resultados, se ha dicho cientos de veces en estos días) y busca conseguirlos cueste lo que cueste, acorralando al otro hasta que firme lo que le pongan.
En ninguna de las dos versiones, el diálogo es lo que debería ser: el espacio para encontrarse, para buscar soluciones comunes, para entender que la única forma de ganar es impedir que solo una parte se lleve todo.
Y con nuestras dos versiones del diálogo, la que ya agotó el gobierno y la que le tiene arrinconado contra las cuerdas, perdemos todos y el resultado es un país cada vez más fracturado, dominado por incompetentes y abusivos.
Lamentablemente, ya es tarde. Gobernar no es administrar una empresa, no es un tema que se resuelva con números ni balances; gobernar exige ver, oír y entender a la gente (el canciller Holguín parece ser el único que se ha dado cuenta), hacer a un lado la arrogancia y dejarse llevar por la humildad y la prudencia. Pero no se lo hizo y, con eso, se cocinó un caldo en el que nadan felices los intolerantes, los violentos y los miserables, todos dispuestos a aprovechar la oportunidad, a costa de las necesidades aquellos a quienes solo se toma en cuenta para que pongan los muertos.