Hace 2 500 años, el historiador griego Tucídides sentenció: “La paz es un armisticio en una guerra que nunca terminó”. Este apotegma que sugiere la fragilidad de la paz y la inclinación del hombre por la generación de situaciones de conflicto pone de relieve uno de los misterios del comportamiento humano. Siglos después, el pensador inglés Thomas Hobbes sostuvo que el ser humano tiene una tendencia natural hacia la violencia y que “el hombre es lobo del hombre”. Se diría más bien que los pueblos han anhelado siempre la paz pero que los centros de poder político han impulsado acciones orientadas al uso de la fuerza en la solución de sus controversias. En todo caso, se consideraba antiguamente que la guerra era justa cuando era necesaria. Y esa visión prevaleció hasta la época del Renacimiento, como lo confirma el aserto de Maquiavelo:
“Solo son justas las guerras necesarias y solo cabe apelar a las armas cuando no hay otro remedio”. San Agustín y Santo Tomás de Aquino sentaron las bases doctrinarias de la “guerra justa”.
Sin embargo, el filósofo Kant, entre otros, tenía una visión menos pesimista sobre el tema. En efecto, en su obra “Hacia una paz perpetua” estimaba que esta no constituye una quimera sino un fin alcanzable a través de un largo proceso de aproximación gradual, bajo ciertas condiciones por él señaladas. Kant consideraba que una Confederación de Estados libres sería un requisito previo a la consecución de la paz perpetua.
Conviene advertir que apenas en el siglo XX se consolida el fenómeno de la comunidad internacional jurídicamente organizada, mediante la fundación de la Sociedad de Naciones (1919) y la ONU (1945), al término de las dos guerras mundiales, en el orden indicado. Desde entonces la paz y la seguridad constituyen un objetivo esencial de la humanidad y se proscribe el uso de la fuerza en las relaciones internacionales, según consta en el Pacto de la SN y en la Carta de la ONU.
En las postrimerías de la segunda guerra mundial fue decisivo el empleo de dos bombas atómicas norteamericanas en Japón, para la conclusión del conflicto bélico. Un idealista japonés se propuso transmitir al mundo un mensaje de paz y fraternidad mediante la construcción de una campana fundida con monedas y medallas de Estados de la ONU, para recordar el atroz holocausto nuclear de Hiroshima y Nagasaki. Varias réplicas de la “campana de la paz” se instalaron en algunas ciudades del planeta, entre ellas Quito, desde 1999, por gestión del entonces embajador en Tokio Marcelo Ávila.
Los rotarios en ejercicio de sus principios altruistas, custodian la campana que reposa en un templete de silueta nipona y realizan una ceremonia anual por el “día de la paz”. La trascendencia del tema invita a rescatar la simbología inspirada en el anhelo general de que prevalezcan la paz, la seguridad y el desarrollo.