El rescate de los mineros chilenos fue un drama humano, y fue la ocasión que le permitió a Chile poner en evidencia nuevamente su personalidad como país y la determinación y el liderazgo de sus dirigentes. Quedó, además, marcada la distancia entre el modo de ser de ese pueblo, y el otro mundo latinoamericano, el pasillero y fatalista. El uno, definido y echado hacia delante, claro en sus definiciones y en sus metas; el otro, dubitativo, quejumbroso y retórico. El uno, haciéndose cargo de sus tragedias y de sus riesgos, bajo la claridad de sus metas; el otro, buscando los culpables, explorando las excusas, desorientado y confuso.
Mundos distintos estos dos que en Latinoamérica viven juntos pero de espaldas, que no se reconocen, porque son irreconciliables; porque el modo de ser chileno, y el de otros pueblos parecidos, apunta a la afirmación, a tomar al toro por los cuernos, a darle la cara a las tormentas. El modo de ser andino y las estructuras e ideologías que lo afianzan, no acaba de desatar los nudos de la fatalidad, ni los recursos de la magia, ni los mitos de la política. No acaba de perder el miedo al mundo que le rodea. No acaba de quitarse las máscaras y de mirarse en el espejo, de entender que la sociedad no es excrecencia del Estado, que la libertad es la bandera, que la superación de la mediocridad es el desafío. Chile, después de dictaduras y terremotos, y quizá por eso, sabe que las virtualidades están en cada ser humano, y no en los artificios del discurso. Chile puso ahora sobre el tapete la sobriedad como estilo de su dirigencia, la grandeza y la tenacidad de sus mineros y de su presidente. Contrastes hay en cuanto a la sobriedad, a la serenidad, a la constancia y a la presencia de ánimo.
Las comparaciones pueden ser odiosas, pero son necesarias, más aún si somos dados a creernos el ombligo del mundo, la última palabra, y si alimentamos sin pausa ni reflexión las visiones que nos atan al campanario. Chile, más allá de coaliciones y socialismos, es un pueblo con alto sentido de sí mismo, con cultura jurídica, con instituciones, con elites. Yo me pregunto, ¿acaso tenemos elites?, ¿tenemos instituciones, o vamos inventando, a ritmo de improvisación, unos remedos que dan pena?
Los mineros, los dirigentes, la gente de Chile me dejó pensando, y me conturbó y me dio sana envidia. Chile es un puño, lo es después de la dictadura. Y me confirmó que para ser país hay que comenzar reconociéndose, derogando las mentiras, superando los discursos vacíos, las confrontaciones estériles y todo lo que es la carga del subdesarrollo. Para ser país, hay que renunciar a los sofismas de la culpa ajena, a las excusas, a las historietas, a las quejas. Hay que ir del lloro del yaraví a la alegría del cachullapi, y bailarlo con la determinación y el orgullo con que el huaso taconea la cueca, sonando las espuelas.