En las distintas entrevistas que varios ex mandatarios sudamericanos brindan a lo ancho y largo del orbe, ahora que se encuentran en la mira de la justicia por sus desafueros o por su falta de ética en el manejo de los recursos públicos, se los escucha decir con total desparpajo que sus problemas con la ley se los arregla desde la política. Cristina Fernández despliega nuevamente sus velas buscando la presidencia de la nación argentina, con el objetivo que la casi decena de juicios en los que se encuentra imputada pasen a ser causas archivadas y que duerman en los cajones de los tribunales, a sabiendas que con el uso del poder es fácil intimidar a jueces que anteriormente se mostraron timoratos. El ex presidente Correa menciona en cada ocasión que se coloca ante un micrófono que lo que le interesa es volver a tener mando, aun cuando sea como vicepresidente o desde la Asamblea, para desde allí echar abajo todos los procesos en los que está encausado. En otras palabras, con total desenfado estos políticos expresan lo que para el ciudadano común es una sospecha pero que para estos actores es una experiencia vivida: la política subordina en su totalidad a lo jurídico, así lo entienden porque a su momento pusieron en marcha esa práctica haciendo de la “justicia” otro instrumento para perseguir y acallar a sus opositores.
Esa precisamente es la diferencia que revela a quién verdaderamente es un demócrata, o si por el contrario se trata de un ser que abomina la ley, la cual le sirve únicamente si está subordinada a sus intereses. Ahora escuchamos a los actores políticos, a través de tantos canales de información, hablando con total desempacho y revelando lo que en el fondo constituyen sus verdaderas concepciones; y, aunque su cinismo nos impacte, hay que consentir que esta convicción ha sido llevada a los hechos a través de la historia por muchos gobernantes en la Región. Esa es precisamente la causa del atraso y postergación de estas sociedades, que no terminan de organizarse como los tiempos modernos lo demandan. Hemos sido incapaces de otorgarnos un marco jurídico construido para ser acatado por todos los ciudadanos, independientemente de la posición social, económica o política. En el momento que quebramos esa condición básica, inmediatamente estamos corroyendo las bases de un Estado gobernado por el imperio de la ley, privándonos los ciudadanos de las condiciones mínimas para progresar por cuenta propia; pero, por el contrario, a muchos les resulta más conveniente convertirse en obsecuentes servidores del poder de turno. Allí empieza el extravío y nos alejamos del objetivo de construir una sociedad justa, en la cual cada quién tiene derechos pero a la vez debe cumplir sus obligaciones, respetando al resto, evitando tomar atajos que sólo carcomen el cuerpo social. Así se configura el desastre cuando en vez de escoger verdaderos líderes optamos por oportunistas con agenda propia, que retrasan aún más el progreso de sus naciones.
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