El siglo XX fue el tiempo del “despotismo de las ideas”. Basta recordar la tragedia y el fracaso que impusieron a buena parte del mundo el marxismo y sus parientes socialistas. Basta mirar la degeneración mafiosa que aqueja a las sociedades donde reinó la soberbia de sus iluminados y dirigentes.
Al parecer, en nuestro tiempo continuará semejante aventura, porque persisten dictaduras ancladas en teorías arcaicas, que son objeto de admiración y causa de profunda nostalgia, y, porque, después de breve paréntesis tras la caída de los muros, ahora se vuelve a apelar, como justificación para negar derechos e imponer un novísimo y férreo estatismo, a los dogmas nacidos en los cenáculos de intelectuales enamorados del poder, que abdicaron de su tarea de custodios de la libertad, para hacer de las sociedades conejillos de sus ensayos.
Renacen las lógicas de la obediencia y resurgen los colectivismos, y con ello, la negación de la sacralidad del individuo.
Es dramático el fenómeno de la mutación de las ideas- que nacen del ejercicio de la libertad de pensamiento- en dogmas que son alimento de los fanatismos y causa de la intolerancia. Dogmas que son fruto de la soberbia de intelectuales que se niegan a la dialéctica, y que deciden que sus verdades son las verdades de todos.
La Inquisición y los sistemas de persecución a los disidentes políticos de todos los tiempos, son los mejores ejemplos de cómo en la polémica –que se soporta por conveniencia- está escondida la intransigencia; de cómo se pueden inventar sistemas para que los seres libres se transformen en esclavos que aplauden a sus amos; de cómo las libertades se convierten en blasfemia y desafío.
Izquierdas y derechas han sido responsables de semejante degeneración de la moral intelectual. Ninguna de ellas puede tirar la piedra de la inocencia, ni lavarse las manos frente a las tragedias provocadas por el “despotismo de las ideas”. Pero, el caso de las izquierdas es patético y actual, escandaloso y dramático, porque, casi sin excepción, sus intelectuales y dirigentes abdicaron de la tolerancia que proclamaron cuando aquello era “políticamente correcto”, propiciaron la violencia como método de sometimiento, y alzaron el estandarte de la verdad absoluta: solo ellas tienen la razón y el derecho a imponerla incluso en contra de la conciencia, la libertad y la vida de los demás. El caso de Castro es paradigmático. La degeneración de la guerrilla y la proliferación del terrorismo también son testimonios irrefutables.
El primer síntoma del renacimiento del fanatismo es la caducidad del debate, la descalificación del adversario, la transformación de la democracia -de competencia de tesis y propuestas- en conflicto de poderes e intereses, en negación de la posibilidad de disentir. ¿Seremos capaces de resistir a las tentaciones de la intolerancia? ¿Deben ser las ideas argumentos contra las libertades?