Lo acaecido en Paraguay con la destitución del ex-Presidente Lugo, en un juicio político express, pone una vez más en evidencia la inexistente cultura jurídica de la que adolece toda la Región. A todas luces, por más que existan preceptos constitucionales que faciliten la vía, parece excesivo que una persona común, no digamos un Presidente en funciones, tenga apenas 24 horas para armar la defensa . La falta de norma es allí reemplazada por la decisión de conveniencia de la mayoría de turno. Lastimosamente nada nuevo de lo que observamos día a día en todos nuestros países, donde los principios jurídicos, la Ley y la Doctrina se acomodan a las interpretaciones de quienes las invocan. El régimen de Derecho no es una forma civilizada de convivencia por estos lares. La legalidad deviene en mero instrumento al servicio de quién detenta el poder y tiene la capacidad de imponer su criterio por la fuerza. En ciertos casos ni les interesa convencer, basta que el aparataje legal esté a su servicio y se tengan los medios de coacción suficientes para que la norma termine deformándose al gusto o necesidad de los detentadores del poder.
Desafortunadamente esta práctica no es exclusiva de una u otra bandera política. La diferencia es que existe una doble moral para invocar los hechos cuando estos se presentan. ¿No hemos oído que en esa isla de propiedad de anacrónicos gobernantes, no existen presos políticos sino únicamente delincuentes comunes? Por supuesto los reos de esos delitos son individuos que han peleado por un régimen de libertades, lo que constituye infracción penal al interior de ese manicomio. En esos casos, los acólitos de esa ideología en decadencia siempre están prestos a esgrimir el principio de legalidad.
Esto causa profunda confusión en la Región. Estas sociedades no han podido llegar al consenso que la mejor manera de vivir es respetando las normas, creando sistemas judiciales que otorguen la razón a quién la posee, sin miramiento a condición ajena al proceso, sin que sean instrumento a favor de poderes que les han otorgado o mantenido en el cargo. Sin esta mínima garantía, quienes están en posibilidades de invertir no lo hacen, arraigándose aún más la pobreza y profundizándose la ignorancia y la miseria moral y económica.
El trabajo es arduo y mientras no se cree una cultura de verdadero respeto a la ley, aquella que ha permitido avanzar a las sociedades desarrolladas, que realmente cale en lo profundo de todos los ciudadanos, generaciones enteras verán repetirse estos hechos. La tarea debería empezar por los propios gobernantes que, sin dobladuras, están llamados a practicar con el ejemplo. Quizás sea una quimera incompatible con una Región acostumbrada a los abusos, al despotismo y a los caudillos de pocas luces. Pero por allí están algunos insistiendo en la necesidad de trazar este camino lo que aún permite sostener la esperanza.