La verdadera desgracia

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No lo es, la pérdida de miles de hectáreas de ‘pulmón’, en bien de los que, enriquecidos hasta la saciedad (¿se sacia alguna vez el rico-rico?) agostan nuestras selvas y agotan nuestro aire. Es algo mucho mayor, en lo que todo lo negativo se origina, de donde surge la mayoría de nuestras carencias personales, sociales y políticas; maldición que no concienciamos, y apenas actuamos para contrarrestarla con ‘soluciones’ siempre insuficientes. Generación tras generación, supone la pérdida sin pausa del ‘capital humano’ ecuatoriano, del talento y la sensibilidad de nuestros niños y jóvenes que perdieron, pierden y perderán la posibilidad de abrirse al mundo, de conocerlo y conocerse a sí mismos, de vivir una vida humanizada y pugnar por una patria mejor.

¡Ojalá exagerara, pero no! Nuestra desventura, origen de la desigualdad y la miseria tiene nombre, apellido y consistencia, la llamamos ‘educación’, pero aun en la multitud de kínderes, escuelas y colegios privados y públicos, universidades, grados y posgrados, no educamos, no cumplimos con el requerimiento que, en la misma palabra ‘educar’ se halla implícito: de ‘educere’, ‘sacar’ significa explotar al máximo la íntima fuente que cada individuo trae en sí, y potenciarla hasta su pleno desenvolvimiento. Es exigencia personal y social, íntima y externa: todo está en cada niño como posibilidad, la educación ha de descubrirlo, respetarlo y ampliarlo. ¿Dónde y cuándo empieza ese ejercicio? ¿Dotará a nuestros hijos de la única forma de crecer y llegar a ‘ser alguien’; conducirá a la mayoría fuera de la miseria física y psicológica? Empieza en los primeros contactos con el mundo, las primeras palabras oídas, el acompañamiento y el estímulo de la curiosidad innata, preguntas y respuestas válidas. Soñar en conseguirlo es utopía para padres que solo pueden aspirar a dotar a los suyos del pan diario, que apenas leen y escriben, aunque sueñan en que sus hijos reciban lo que ellos no tuvieron; en hogares ‘medianos’ y ‘ricos’, es también utopía. Según unos y otros, la escuela dará a los niños lo que necesitan, pero los valores se entregan y estimulan en el hogar, y solo una escuela plenamente consciente compensará en mínima parte lo que no se recibió en los primeros años, cuando se aprende a valorar lo intelectual, se enriquece la intuición sensible, se inicia el hábito de la lectura. Ya en la escuela, y sin ir a extremos atroces conocidos por todos, en el mejor de los casos, cunde en ellas la mediocridad.

La esencia del ansia de aprender se halla, de modo natural, en el cerebro humano, pero nuestra vulgaridad ha convertido en tortura la satisfacción de esa urgencia. ¿Qué espantosa equivocación convence a nuestros niños, a nuestros jóvenes, a nosotros mismos, de que el esfuerzo por aprender, leer, estudiar, saber, es sacrificio y tormento?

¡La ilusión por aprender pertenece a la condición humana y ha de acompañarnos, si no nos la quitaron, hasta nuestros últimos días, hasta el fin!

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