La lógica electoral ha desnaturalizado a la democracia, ha enredado el razonamiento y ha convertido a las “mayorías” en el único factor de legitimidad del poder. La verdadera ideología que anima al “democratismo” es aquella según la cual el triunfo en las urnas dota al ganador de una especie de divinidad que le faculta a obrar conforme a su voluntad, y que le permite hacer de la ley el espejo del poder. Entonces, las minorías son lo despreciable, la última rueda del coche político, el escalón final hacia la anulación definitiva.
Detrás de esa lógica no está la democracia. Está el imperio irracional de la mayoría, está la unanimidad del aplauso y la negación de la disidencia. Lo más grave es que ese dogmatismo electoral se ha extendido a la cultura, a la academia, al periodismo y a todos los órdenes de la vida. Así, con raras excepciones, en la gente domina la idea de que la calidad de un libro está en su popularidad; que una película es buena porque resultó taquillera; que una tesis tiene valor porque concuerda con la mediocridad dominante; que un periodista vale porque las masas lo leen o porque la comunidad le sintoniza. Está es la filosofía simplificadora y venenosa del “rating”: mientras más popular, más veraz. O, si un escritor, un creador, un “hombre moral”, no es capaz de ganar elecciones, no sirve. De ese modo, las elecciones se convierten en la medida de todas las cosas.
Ese camino conduce a la destrucción de las sociedades, a la afirmación del imperio de la mediocridad y a la liquidación de las élites, sin las cuales la comunidad se transforma en masa, y los dirigentes, en predicadores que alientan, por la vía del adulo, los apetitos multitudinarios. Esa lógica se sustenta en la convicción de que todo lo popular es bueno, que la multitud es sabia, que la verdad radica en lo que diga la mayoría. De allí a creer que las tesis científicas, o que los méritos de la literatura, deban medirse por las adhesiones que reciban, hay solo un paso. En el país ya lo dimos cuando se introdujo el “populismo académico” en las universidades, y se admitió que los méritos de los profesores se mida por los votos de los alumnos, y cuando, en el colmo del disparate, se propició que se elija al mejor ecuatoriano por vía de encuesta televisiva. Falta que tan peregrina conducta de extienda a elegir al premio Nobel por votación universal.
Sin embargo, la lógica de la popularidad como la medida de todas las cosas, es un solemne y peligroso disparate. El endiosamiento del pueblo es el argumento que conduce al totalitarismo. La negación de la función de las élites y de la necesidad de la disidencia conspira contra lo que ha sido el motor de las transformaciones y del progreso: la existencia de seres impopulares que se atrevieron contra la mediocridad dominante y que, desde su soledad, supieron descubrir y decir nuevas verdades.