No es algo nuevo para el país, sobran ejemplos de graves faltas a la ética pública, algunas ilegales, que socavan la confianza en las formas democráticas de organización del Estado y dejan espacio para respuestas autoritarias o promueven el ‘sálvese quién pueda’.
Hay una convicción social, cada vez más fuerte; que la actividad política, y en general la función pública, está reñida con la corrección y la honestidad. Se parte de la idea de que ingresar al sector público es una puerta para favorecerse o favorecer.
Muchos servidores públicos asumen con naturalidad el sacar ‘pequeñas’ ventajas personales o familiares de la posición. No me refiero a la corrupción abierta, pedir o recibir dinero por el trabajo, cobrar comisiones por los contratos, aprovechar de información privilegiada para sí o para terceros.
Sin vergüenza, e incluso sin reproche social, se usan vehículos oficiales para actividades privadas, se cargan al presupuesto estatal pasajes de avión de funcionarios públicos que viajan a sus ciudades de origen en fines de semana o vacaciones, se acepta que altos personeros de entidades públicas trabajen apenas tres o cuatro días a la semana.
Existe un abandono a mínimos éticos que se expresa de formas dramáticas; como sociedad hemos perdido la capacidad de asombro frente a denuncias documentadas y aceptamos cualquier justificación. Hace unos días surgió el escándalo del cobro de diezmos por parte de asambleístas a sus trabajadores, sin que hasta el momento alguno de los denunciados renuncie por la gravedad de las acusaciones o reciba una sanción, al contrario muchos han llegado a admitir los cobros y los han presentado como contribuciones políticas voluntarias.
Una asambleísta visitó un centro de detención (usando los privilegios de su cargo) en compañía de una abogada que trabaja como parte del equipo de defensa de alguien procesado penalmente, y se entrevistó con una privada de libertad testigo clave en la acusación en contra de su líder político tratando de obtener un cambio de testimonio (de acuerdo a lo denunciado).
Sin embargo, esta acción fue respondida con una tibia resolución de la Asamblea, aprobada con apenas 73 votos, ’observando’ la conducta de la legisladora porque “afecta la imagen de una Asamblea Nacional respetuosa de la independencia de funciones y que desmerece el ejemplar rol que deben tener los y las legisladoras”. Pero si la acción inicial era grave, la respuesta de la “observada” es un compendio de la incorrección ética, minimizando su falta y escudándose en que esta acción no está prohibida legalmente.
Las acciones antiéticas (cuando no ilegales) y las blandas respuestas que éstas reciben, socavan la poca confianza en la democracia representativa, la acción pública y en el Estado. A este paso pronto lamentaremos el triunfo de regímenes populistas, de izquierda o de derecha, cuyas propuestas de mano dura y negación de los derechos son presentadas como solución a todo.