Resulta inadmisible que la corrupción quiera seguir imponiéndose con la aprobación de normas que pretenden censurar la tarea periodística, precisamente para evitar que sus acciones oscuras sean descubiertas, difundidas y conocidas públicamente. Ese ha sido el caso de las reformas a la Ley de Comunicación aprobadas con el voto de una mayoría legislativa descalificada, que felizmente merece el veto del Ejecutivo.
Esa mayoría descalificada, liderada por el correísmo corrupto (los casos abundan y siguen saliendo a la luz), respaldada por representantes del movimiento indígena, que perdieron la vergüenza para unirse con sus anteriores detractores; las ambiciones de “disidentes” del otrora respetable partido social demócrata y otro tanto de limitados independientes que no responden a nadie, han pretendido con audacia imponer una nueva mordaza a la labor del periodismo en la búsqueda de la verdad.
Todos en la misma dirección, acomodados con cinismo en la ruta del reparto de puestos y atrás de los organismos de control, dirigidos por quien conduce el proceso de desestabilización y que pretende erigirse en el adalid del diálogo. Con qué calidad moral (¿sabrán qué es eso?) quieren imponerse para amordazar y censurar la labor periodística y disponer que sea el Estado el que determine qué es verdad y qué es mentira. No reparan en la escasa popularidad que tienen, que deslegitima sus acciones.
El proyecto aprobado por esa mayoría atenta contra la Constitución y vulnera los derechos de la libre expresión, no solo en el ejercicio periodístico sino de todo ser humano, y recoge las mismas prácticas que en el correísmo se impuso con la nefasta Ley de Comunicación del 2013. Quieren seguir viviendo cómodos en medio de tanta corrupción, sin ser observados ni descubiertos cuando están en la vitrina pública. Si tuvieran algo de pudor debieron enterarse de las observaciones que hicieran en su momento los organismos del sistema interamericano al Estado ecuatoriano por desacatar preceptos de la libertad de expresión.