Descalabro de las instituciones, descalabro de los valores, descalabro de los mitos y de los caudillos que, a título de gobernantes democráticos, y en nombre de la salvación de los pueblos, hicieron del abuso, la corrupción y la mentira una forma de ser, una suerte de “estado de naturaleza”, de condición estructural de la política.
Descalabro de la democracia representativa. Descalabro de la democracia participativa, y de la otra, de la plebiscitaria. Destrucción de la legalidad y, lo que es peor, destrucción de la credibilidad y de la racionalidad que son, en definitiva, el sustento de todos los regímenes. Y con la destrucción sistemática de todo, se inauguró el tiempo de la indolencia, del “así mismo es”. Y con todo ello, llegó la caducidad de lo que alguna vez se llamó civismo.
El descalabro le llegó a la izquierda. Del Foro de Sao Paulo y de sus consignas de usar la democracia como engañosa herramienta para llegar al poder y quedarse para siempre, queda Venezuela aniquilada y la memoria del coronel de paracaidistas, que llegó el extremo de desenterrar, para fines políticos, los restos de Bolívar; queda Lula preso y el Partido de los Trabajadores gritando sus frustraciones; queda Argentina que no acaba de salir de la ruina económica y moral; queda la dinastía de Ortega en Nicaragua; queda la decrépita dictadura cubana; queda Humala. Queda Bolivia y su emperador. En el Ecuador, queda la década perdida, la deuda infinita y el ovillo de corrupción que menoscaba las instituciones. Queda el desánimo después del estrépito populista.
El descalabro le llegó a la derecha llena de intereses y sin ideas; y al gobierno de PPK en el Perú, dominado por Fujimori. Le llegó a México transformado en Estado imposible. Le llegó a Colombia, enredada en una paz imposible, que puso en evidencia las limitaciones de un gobierno aturdido por sus propios errores.
El descalabro les llegó a los partidos políticos de todos los signos, sorprendidos por la crisis de la democracia y del Estado de Derecho mientras jugaban su juego, sin propuestas grandes, y sin más dirigencias que las que florecen en las coyunturas en que se debaten candidaturas, campañas, pactos, financiamientos y estrategias.
El populismo les cogió al descuido, sin otro liderazgo que el electoral, sin más pensamiento que los cuatro tópicos que se repiten en los discursos. Y el descalabro les pilló sin ideas a la academia, a la universidad, a la sociedad civil transformada en clientela de supermercado.
Semejante panorama obliga a replantear la democracia electoral y el papel de las elites (¿existen aún?), de los intelectuales, del pueblo mismo, de los dogmas políticos, de la nula representatividad de las asambleas. Obliga a restaurar la capacidad crítica. Obliga a pensar.