Los efectos ambientales de las últimas décadas han erosionado la productividad y estacionalidad de nuestras economías; el reto de consolidar en la Cumbre Río + 20 un modelo de gestión racional y eficiente de la energía (no convencional) es más que altruismo un buen negocio, pero hay que sembrar para cosechar. Entonces, generemos conciencia entendiendo que, entre los hallazgos más relevantes de la Agencia Internacional de Energía, sobresale la baja inversión en fuentes renovables, que no llega al 2 por ciento de lo que necesita el escenario más austero que ha sido prospectado.
A propósito, algunos programas de la ONU y diversas ONG han propuesto gravar (simbólicamente) las transacciones de energía fósil e instrumentos financieros como medida compensatoria ante la crisis que provocó este sector, para apalancar el desarrollo de iniciativas contra el cambio climático y la pobreza.
Como estrategia para resolver nuestras ‘tragedias de terreno común’, emprender la implementación de dicha tasa -conocida como ‘Robin Hood’- parece justo reconociendo la asimétrica concentración y especulación de estos mercados; y resulta necesario dada la inminente expiración y el fracaso del Protocolo de Kioto, sin compromisos materiales entre los diferentes responsables público-privados.
Por esta razón, mientras ocurre un milagro, destaco el exitoso esfuerzo de Alemania para acelerar la transición hacia un modelo energético sostenible mediante una década de apoyo a la tecnología solar, cuyo aprovechamiento superó anticipadamente las metas para 2020.
De manera deliberada, las políticas implementadas permitieron subsidiar su desarrollo y comercialización mediante cuatro millardos de euros dedicados a subvenciones anuales, que impulsaron la conversión de la industria, construyendo una dinámica virtuosa que, adicionalmente, habilitó la creación de 100.000 empleos de calidad.
Asumiendo el riesgo que implica generar fuentes y redes -seguras, confiables y asequibles- y la inelasticidad de los mercados de energía, esta ejemplar demostración de liderazgo alemán para superar las diferentes fases críticas de esta innovación -a diferencia de su inflexible postura ante la crisis de la Eurozona- contribuirá al bienestar mundial.
El Estado tiene la responsabilidad de intervenir cuando estas imperfecciones erosionan el bien común.
La lección no es nueva para Colombia, pero no ha sido aprendida; necesitamos una política de innovación urbana y energética que apueste por los vehículos eléctricos, trenes de levitación magnética y edificios cero emisiones dedicando la sobretasa a la gasolina como estímulo para el desarrollo y aprovechamiento de fuentes sostenibles: orientar lo privado hacia lo público.