El desarrollo legislativo de la Constitución del 2008 apunta a la concentración del poder y a la “recentralización” del Estado, pone de manifiesto aquello que se advirtió cuando la Carta era apenas un proyecto: la confrontación entre el esquema garantista de derechos y la consolidación del concepto de la “autoridad.” ¿Quién triunfará? La partida, por lo pronto, van ganando los estatistas, mientras los garantistas disimulan y se aferran al discurso del “no pasa nada”.
Varias leyes y proyectos son evidencia de esto, entre ellas la de Educación Superior, donde en líneas generales triunfó el intervencionismo sobre las libertades. Esos proyecto y esas leyes ponen de manifiesto nuevamente el tema de fondo: los derechos son un problema para el poder.
1.- El “problema de los derechos”. Los derechos de las personas, cuya protección es la única razón que justifica la existencia del Estado, son, a la vez, el principal ‘problema’ para el poder. Problema porque los derechos, bien entendidos, marcan los límites de la política, estorban la tendencia a concentrar facultades y colocan a las leyes en la disyuntiva de ser o (i) herramientas de contención del afán de dominación; o, (ii) armas del poder, cerrojos de las libertades. La tendencia legislativa ha preferido inclinar la balanza hacia el blindaje de la autoridad, y empezamos a advertir que los derechos, como la libertad de cátedra, corren el grave riesgo de quedar como literatura electoral, pues se está tejiendo una tupida red de micropoderes burocráticos y políticos que hará que el ejercicio de las libertades sea cada vez más complicado, que se inventen toda suerte de condiciones y requisitos, o que, en cierta forma, se “carnetice” la ciudadanía y se corporativice la vida.
Paradójico: el Estado presidencial, cuyo teórico fundamento son los derechos, se encamina hacia un fuerte concepto de autoridad central, que prevalecerá sobre las libertades. Ese es el drama y la contradicción que encierra la Constitución.
2.- ¿Quién es el soberano? El problema de los derechos en los estados que se confiesan socialistas, e incluso en lo que no lo son, es su potencial expropiación por el Estado en beneficio del siempre hipotético “interés nacional”. En las democracias plebiscitarias, se agrega el problema de que los derechos de las personas quedan sujetos, sin límite, a las decisiones de las mayorías, porque se confunde al “soberano” que, en realidad, es el individuo concreto, con la multitud inorgánica de una presunta entidad política -el pueblo- que no existe como tal entidad.
Por arte de democratismo, el soberano pasa a ser la Asamblea o Congreso, que se atribuye los derechos de las personas y con esa excusa se atreve incluso a suplantar a los individuos en las más íntimas decisiones: su destino, la educación de sus hijos, el régimen de familia, la propiedad, la información, etc.
Además, el “soberano” deja de ser cada persona y comienza a ser “soberano” el Estado. Pero ese Estado es un poder que (i) tiene “supremacía” sobre los otros factores de poder, y (ii) es poder “independiente” de los otros poderes (estados) en el mundo internacional. La pregunta es si tiene en realidad “soberanía”, si puede autodeterminarse ilimitadamente, y si al hacerlo puede menoscabar los derechos de las personas, si puede someterlos a un proyecto político, a su planificación; si puede obligar a que todos piensen igual, a que crean en lo que creen sus dirigentes, a que profesen la misma ideología, adoren a los mismos dioses o a los mismos mitos. Si el Estado no puede hacer todo eso, ¿puede considerarse, entonces, “soberano”? Yo creo que no. El soberano es el individuo, que necesita tener una patria digna y libre, que es cosa distinta. La Constitución somete a ese Estado soberano a los tratados internacionales de derechos humanos, por tanto, la soberanía que tantos discursos ocupa, es, apenas, supremacía territorial relativa, condicionada y dependiente. Lo que significa, además, que el titular de los derechos fundamentales protegidos por los tratados internacionales es el sujeto de la soberanía: la persona. No lo es ni la Asamblea ni el Ejecutivo ni son los diputados que se autotitulan representantes de la soberanía, más aún, agentes del soberano.
3.- Los derechos como la “piedra de toque”. Los derechos y las libertades son la “piedra de toque” en la edificación de los Estados, o en la modificación de las reglas de juego, al punto que un sistema político puede catalogarse por el grado de reconocimiento efectivo y de garantías a los derechos, o por la abundancia de limitaciones y trabas a las que se sujeta su nacimiento y ejercicio. Los derechos y las libertades son el criterio determinante para entender frente a qué tipo de poder estamos.
Y en esa determinación no cabe la fraseología, cabe constatar la extensión de las normas, del grado de permisividad, la posibilidad real de impugnar ante jueces independientes los actos del poder y de pedir cuentas de su ejercicio o de no poder hacerlo.
Las ideologías estatistas siempre han sostenido que los derechos de las personas nacen exclusivamente de la ley, esto es, de un acto político discrecional en virtud del cual el poder ‘otorga’ o quita graciosamente facultades a las personas. Esa visión contamina y empapa al socialismo, pero paradójicamente es tremendamente retrógrada, tiene origen monárquico, como lo tiene el concepto de “soberano” vinculado con la idea del poder.
Los reyes franceses decían “el Estado soy yo” y, bajo semejante óptica, asignaban y quitaban derechos y privilegios, jugaban con la dignidad y eliminaban libertades, todo según un concepto pragmático, que heredaron después los fascistas y los socialistas. El ‘realismo’ político y el absolutismo monárquico rondan siempre entorno a las mentes que se dicen progresistas.
La verdad es que los derechos de las personas son anteriores a la Ley y superiores al Estado y a la Constitución. Y son realidades problemáticas en el sentido de que el poder debe convivir con esa mínima soberanía de cada persona, y porque las leyes deben considerarlas y hacer posible su pleno ejercicio y vigencia.
Veamos si sigue ganado la partida el poder y su proyecto o si, al contrario, se revierte la tendencia y se acentúan los derechos de las personas y su eficaz ejercicio. En todo caso, cada ciudadano deberá hacer la elección esencial: los derechos o el poder, la autonomía o la sumisión.