El derecho al silencio

Hemos construido una sociedad estrepitosa y un “Estado altoparlante”, una clase política estruendosa y un mercado que no para de hablar, y de vender felicidad en forma de ropa de moda o de jabón de tocador, y unas redes que prosperan metiéndose sistemáticamente en la intimidad.

Hemos perfeccionado métodos de propaganda y de publicidad que afinan sus estrategias contra el individuo entendido como punto de venta de mercaderías o de votos. En fin, tenemos un sistema de vida (o de muerte) que no deja espacio para el silencio, y que no permite sosiego ni reflexión.

En la temprana madrugada, las alarmas de casas y carros hacen coro insufrible para cualquier persona normal, cuando no es la bronca del vecindario o la farra a decibeles que estremecen a un sordo. En la mañana, es el concurso de noticiarios donde el escándalo prospera, y son las entrevistas y opiniones que van desde lo inteligente lo “sabio” y lo cursi, hasta lo disparatado, pero siempre al volumen que permita el televisor. Después, el tráfico, los pitos de apurados y groseros, los autos con escape abierto y los espeluznantes frenazos de los buses.

En la tienda, en las oficinas, en los patios de venta de autos, prevalece el poder de la tecnocumbia o, quizá, otro estruendo de moda.

Me pregunto, ¿no somos capaces de callar un instante, de darle tiempo a la cabeza, y de serenidad al ánimo? ¿Nos da miedo el silencio, preferimos el bullicio porque no tenemos en qué pensar? Las reuniones sociales y los bailes se hacen en medio de un estruendo musical de tal calibre que impide comunicarse, a menos que se lo haga por señas o a gritos. ¿Cuál es la idea, incomunicarse y que cada uno baile consigo mismo?

Sospecho que bajo las evidencias que deja la vida cotidiana, hay mar de fondo. Hay un aislamiento que, hace rato ya, desterró la conversación inteligente. Hay una vocación que nos inclina hacia lo agreste y lo rudo, hacia la cerrazón montaraz. Se prefiere el estruendo a la palabra, el bullicio a la lectura.

¿Hay afán de atolondrarse, hay miedo a encontrarse? ¿Hay temor al vacío? Sospecho que la paz estorba. Y por eso, propaganda y publicidad (que son hijas gemelas de una sociedad deformada) apuestan a llenar de falsas ofertas de felicidad al conglomerado de consumidores apurados: consumidores de novelerías comerciales o políticas, da lo mismo.

El derecho al silencio, que ningún código consagra, como el derecho a la intimidad, cuyo amparo legal no sirve para nada, apuntan a preservar espacios mínimos de autonomía personal que no puede invadir ni el Estado, ni el mercado, ni el vecino, ni el grosero que enciende motores a la madrugada, ni el que grita megáfono en mano, ni el que rompe la precaria paz de cualquier noche para festejar el mínimo disparate.

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