El derecho a pensar y a leer

Escribo este artículo en momentos en que a la sociedad ecuatoriana se la siente y se la ve polarizada. En lo que a mí concierne, ahogándome en incertidumbres, como así ha sido siempre mal que me pese. De ahí que, despertando inquinas, me defina de librepensador, pues no me queda más consuelo; asegurándome, eso sí, que tal como van las cosas en nuestro país escribir artículos de opinión no es un lujo solipsista.

Y no lo es porque tengo el hábito de la lectura y soy uno de los millones que “leemos para creer que no estamos solos”.  Nada más cierto que “la literatura crea una fraternidad dentro de la diversidad humana y eclipsa fronteras que erigen entre los hombres la ignorancia, las ideologías, las religiones, los idiomas y la estupidez”, (Vargas Llosa, cuando recibió el Premio Nobel).

Me fascinan las obras de ficción cuando me aproximan a explicarme mejor los acontecimientos históricos.  A Don Benito Pérez Galdós, con sus  ‘Episodios Nacionales’, le debo el haber sido mi primer tutor, el que me llevó de la mano a mis preferencias por las novelas históricas o las historias noveladas.  Cómo sentirme solo si en la vida me acompañaron Gabriel de Araceli, Ivan Desinovitch, las Mirabal redivivas o Lola Puertas. Por si fuera poco, la ficción como recurso supremo para negar categóricamente –sumándome a Pérez Reverte–  que “la Historia está muerta como aseguran los imbéciles”.  Muy de acuerdo también con Mario Vargas Llosa,  a quien Rafael Correa le calificó de retardado: “Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión”.

No me cabe duda que en el desplome de la Unión Soviética, sin que sonara un tiro,  participaron aquellos que concluyeron por detestar de un sistema que no les permitía leer los libros que quisieran, incluidos los de ficción (de este hecho doy fe,  pues tuve una experiencia personal).
En una conferencia que le oí a Américo Castro, el ilustre republicano aseguraba que buena parte de quienes fueron chamuscados en las hogueras de la Inquisición o llevados a Siberia para que se congelaran, eran librepensadores acosados por incertidumbres: habían leído libros prohibidos.

No me concedo originalidad alguna si a la libertad de leer, noble fuente de las humanas incertidumbres, yo le asigno la misma esencialidad que a la libertad de expresión.  Ya me dirán que todo tiene un límite. Posiblemente. Lo que pongo en duda es que haya límites a la naturaleza humana en su capacidad infinita de pensar y soñar. Desde luego que una literatura desprovista de moral es inhumana, pues “no concierne al orden jurídico, sino al fuero interno o al respeto humano”, según el Diccionario de la  Real Academia Española.

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