El golpe descarado del grotesco Nicolás Maduro en las elecciones venezolanas ha obligado a pensar en los mecanismos que tienen las democracias para evitar las dictaduras y en la legitimidad para intervenir en favor de los ciudadanos secuestrados y humillados por los dictadores.
Primero debemos preguntarnos si el régimen de Venezuela era una democracia. Si no había separación de poderes ni organismos de control; si no respetaba la legislación internacional ni los organismos y tribunales; si el gobierno, los jefes militares y funcionarios de alto nivel estaban corrompidos; ya no era una democracia y tarde la comunidad internacional se escandaliza con el fraude.
Maduro se ha burlado de la comunidad internacional, de los gobiernos que le apoyaban por afinidad ideológica o intereses políticos y comerciales; se ha burlado de los ciudadanos que creyeron en la oferta de elecciones transparentes. Es triste, pero ha hecho lo que todos podíamos anticipar que haría.
Maduro no puede dejar el poder, él también es un rehén. ¿Qué harían los mandos militares corrompidos, los jueces que prevaricaron, los legisladores que se sometieron, los empresarios que celebraron contratos ilegales, los narco políticos, los funcionarios que viven del gobierno, los cubanos parásitos de Venezuela?
A la hora del escándalo todos exigen transparencia, todos amenazan con estar vigilantes y todos esperan que alguien haga algo. Pero solo hay declaraciones cobardes mientras rusos, chinos, cubanos, ayatolas y ortegas se apresuran a dar apoyo a la dictadura para que no se derrumbe.
Los defensores de la democracia, ¿esperan ahora que los venezolanos arriesguen su trabajo, su familia, su vida, para defender lo que no pueden los organismos internacionales? Y si se atreven a llevar a prisión a la heroína de la democracia, María Corina Machado, ¿se olvidarán de ella como han olvidado a tantos héroes que languidecen en mazmorras? No es hora de preguntar ¿qué va a pasar?, sino ¿qué vamos a hacer?