Lo más importante no son los temas del poder y la política, no son los asuntos del Estado, no son los debates –tan precarios y cursis- en que se ha convertido a la participación popular, ni es esta baratija que hemos hecho de la democracia. No. Lo más importante, lo más grave, es que el resentimiento que nos empapa ha desplazado a los pocos valores que hubo. Lo más importante es que la ética ha muerto a manos de la viveza, que los principios se miran como recelos de desubicados.
Hasta hace poco, pese a todo, se reconocía -aunque fuese tras la máscara de la hipocresía- que había límites, que el prestigio de la gente y el nombre de las instituciones tenían algún peso. Hoy, el pragmatismo se afirma en todos los frentes. Hay que ser audaz y romper los mitos.
Hay que conseguir todo por los medios legales o ilegales, da igual, porque lo de la ley es papel mojado, mentira pactada, letra colorada. Más aún, empiezo a pensar, y a dudar, si en estas tierras, algún día fueron valores sociales la legalidad, la tolerancia, el respeto el otro. ¿Lo fueron?, ¿han sido solamente temas de sermones y discursos?
Y lo peor es el silencio. La conformidad. Lo peor es que por sobre las reglas y los principios, impera el “arreglo”. Y todo el mundo tranquilo, metida su conciencia en la faltriquera, enredados los escrúpulos en la manga ancha de las justificaciones. Muchos, encontrándole explicaciones a lo escandaloso y a lo absurdo, enterrando la dignidad en la prosperidad del cómodo.
¿A qué puede aspirar una sociedad así si el argumento predominante es la viveza, la trampa y el esquinazo? El problema no está en las instituciones solamente. Está en la gente que admite, en cada uno de los que cierran los ojos y pasan la página. El problema está en que con esa clase media, con esas “elites”, es imposible generar sentido de responsabilidad, cultura.
Puede haber dinero, puede haber engañosa prosperidad, puede haber consumo, índices económicos. Puede haber todo eso, pero no habrá país.
Todo esto, claro está, puede resultar incómodo y sonar a moralismo, porque nos hemos habituado al disimulo, al enmascaramiento. Hemos hecho de la vida pública un espectáculo, del Estado de Derecho una simulación, y preferimos mirar a otra parte, apostar a la trágica mojigatería que, penosamente, está entre los fundamentos de nuestra historia, desde los lejanos días coloniales en que las leyes servían para hacer la comedia de colocarse sobre la cabeza el folio y proclamar en la plaza pública aquello de “acato pero no cumplo.” De allá venimos y a esa tradición si hemos sido rigurosamente fieles. Y en esa tradición radica nuestro atraso.
No será tiempo de pensar, más allá de la coyuntura, con rigurosa verdad, en el drama que la “sociedad civil” vive escondiendo?