Democracia y mayoría a menudo se confunden, pero pueden terminar siendo contradictorias. Lograr la aprobación de la mayoría no es lo mismo que construir ciudadanía. Un gobierno elegido varias veces por mayorías abrumadoras en las urnas no necesariamente es democrático.
La democracia es una forma de gobierno, un método, un conjunto de procedimientos que canalizan la voluntad popular hacia la construcción de decisiones que atañen a la esfera pública. Pero la democracia es también, convivencia y reconocimiento de esa esfera pública, es construcción de ciudadanía. Diferenciar la democracia como forma de gobierno y la democracia como demanda ciudadana, es fundamental.
En Ecuador hay un déficit de democracia en estas dos dimensiones. En cuanto proceso decisional, se reduce a la recurrencia electoral; decide quien más adhesiones logra en las urnas, no interesa mediante qué recursos lo haga. Se instaura así una paradoja, la entronización de un poder personalista mediante la canalización de un gran caudal de adhesiones. El espejismo del dato electoral oculta la configuración de ‘círculos cerrados’, que son los que efectivamente deciden, que desconfían de todos aquellos que ‘están fuera’ de su ámbito de ‘confianza y de lealtad’: una lógica que excluye cuando decide, o incluye subordinando o neutralizando, esto es, ejerciendo una dominación que debilita a la sociedad y al mercado.
En cuanto convivencia ciudadana, la democracia es también deficitaria; al reducirse a expresión electoral, tiende a entregar su capacidad de construcción de poder y de decisiones a un líder que decida por ella; se instaura una ‘lógica de rebaño’, que requiere de conductores, de líderes carismáticos, lo que Max Weber denominó‘democracia plebiscitaria del líder’. A pesar de que la política electoralista se sustenta sobre sofisticados mecanismos tecnológicos de medición de la voluntad, su resultado reedita dimensiones básicas y arcaicas de construcción de la voluntad política; el líder se asemeja al jefe de la tribu o al sacerdote, respecto del cual la masa asume una postura religiosa de sumisión.
Esta tendencia no promueve que la ciudadanía se reconozca en su pluralidad de individuos soberanos, dueños de una propia capacidad de decidir; tampoco que el poder político aparezca como expresión de esa pluralidad que se constituye en la deliberación, que produce decisiones que, por ser resultado de procesos deliberativos, son legítimas.
Más que innovar, la revolución ciudadana nos regresa hacia formas arcaicas de política, genera un espacio de alta discrecionalidad, de ausencia de control, en el cual sí se vuelven efectivos los poderes fácticos, esto es, de aquellos que demuestran capacidad de controlar los instrumentos del poder que detentan.