Una democracia puede desfallecer y aun desaparecer a causa de las flaquezas y descarríos de sus propias instituciones, sobre todo de aquellas destinadas a facilitar el camino para que esta funcione. El peligro surge cuando emergen movimientos populistas con un discurso reivindicatorio y revanchista que buscan llegar al poder; una vez alcanzado, atropellan la constitución, desmantelan las instituciones que posibilitaron su ascenso e inician un régimen autoritario y vicioso inspirado en un proyecto político concebido como ineludible destino de la nación. Cuando quien manda una República es uno solo, y una sola opinión es la que impera y un solo partido el que gobierna, el Estado de derecho ha colapsado, la democracia ha muerto. Una democracia débil genera su propia destrucción. Así procedieron Castro en Cuba, Chávez en Venezuela, Ortega en Nicaragua. Tal ha sido (y es) el pretendido proyecto de esa sombra larga que oscurece el presente del Ecuador.
“La democracia latinoamericana -ha dicho Octavio Paz- ha sido débil, indecisa, revoltosa, enemiga de sí misma, fácil a la adulación del demagogo, corrompida por el dinero, roída por el favoritismo y el nepotismo”.
La democracia ecuatoriana, frágil y vacilante siempre, ha estado históricamente asediada por los cuatro costados: por la cíclica recurrencia de gobiernos autoritarios; por la infame labor de zapa de los partidos políticos bajo cuyas banderas medra la más desvergonzada corrupción; por la indisciplina y el caos imperante que marcan el ritmo de nuestra vida pública y por la desidia de los ciudadanos de bien que evitan comprometerse con la suerte de la nación.
Los partidos políticos en el Ecuador no son lo que deberían ser, centros de formación ideológica de líderes que se alistan a dirigir la sociedad. Son organizaciones efímeras brotadas, muchas de ellas, al calor de contiendas electoreras, meras ficciones, autoengaños; el acalorado delirio de un vanidoso aventurero que sueña con el poder; la obcecación de algún magnate sin cabeza; la entelequia de un intelectualoide engendrado en el invernadero ideológico de alguna universidad; la fantasía de un histrión deschavetado, uno de esos “locos que aman” emigrado de la pista de algún circo. Si los buenos y los más capaces abandonan el campo, serán los mediocres los que se enseñoreen en él.
Sin ideas, sin respaldo popular no pocos audaces consuman su ambición. Allí están: izan una bandera, inventan un eslogan y en descampado levantan una tienda política. Es así como nacen y actúan nuestros “partidos políticos”, cavernas en las que se cocinan las componendas y se manipula la cosa pública, donde se reparten los grandes negocios de la República; tiendas para el toma y daca y que, luego, se las alquila al mejor postor. Los compinches de Alí Babá eran más discretos.