Una crisis anunciada. En julio de 2020, Donald Trump dijo en uno de sus eventos masivos que, si no gana las elecciones, “su gente sabe qué hacer” y fue explícito en decirles que deberían ir a Washington a demostrar su fuerza. Para entonces las encuestas estaban ya abrumadoramente en su contra por su mal manejo de la pandemia y la crisis económica. Esas mismas encuestas empezaron a recuperarse en septiembre y octubre, pero nunca lo suficiente para esperar su triunfo. Por eso, al final de octubre en uno de los debates en lugar de denunciarlos, llamó a los Proud Boys (una milicia de extrema derecha que empezó a movilizarse a favor de Trump hace tres años) a mantenerse alerta y estar listos para defenderlo. Desde entonces, todos los expertos en Washington sabían a ciencia cierta que Trump jamás aceptaría la derrota electoral.
El resultado está a la vista de todos. Como lo señaló mi amigo politólogo John Polga, Estados Unidos acaba de sobrevivir su primer autogolpe de Estado en su historia republicana. Torpe, mal diseñado, violento, pero autogolpe al final. Quienes conocen bien América Latina saben que los elementos del proceso son los mismos siempre. Un líder con aspiraciones autocráticas que se niega a dejar el poder e incita a sus partidarios y a las masas en general con una serie de miedos de lo que supuestamente pasaría con cualquiera que los suceda. Una masa de apoyo popular ferviente, aunque mínima. Un grupo político y económico que habilita todos los instrumentos y ayudas posibles para que sus aspiraciones tengas salidas institucionales y hasta legales y, por último, medios de comunicación listos y dispuestos para ampliar este mensaje haciéndolo pasar como mayoritario, o de sentido común. Estos dos últimos elementos son los que realmente pueden terminar con una democracia. Siempre habrá líderes carismáticos con tendencias autoritarias, pero se necesita que un conjunto de otras instituciones se debilite y pierdan el norte de la democracia para que el sistema empiece a colapsar. La violencia en Washington es el resultado de años de insistir que todos los que del otro bando (el demócrata, el movimiento de derechos humanos) son una amenaza a la forma de vida misma de los Estados Unidos, la encarnación misma del odio racial o el socialismo. El juego de suma-cero que ha sido facilitado aún más por las redes sociales sólo ha azuzado el fuego, porque ha deshumanizado la política con ataques personales y turbas cibernéticas que desde el miércoles se volvieron reales, dispuestas a todo con tal de defender a su líder.
A Estados Unidos le tomará años recuperar la estabilidad y solvencia democrática que tuvo por dos siglos. Difícil ahora dar lecciones de democracia a cualquier país en ésta, u otras latitudes. Mientras el trumpismo invadía el Capitolio, el gobierno chino ejecutaba arrestos masivos en Hong Kong y Tayipp Erdogan sacaba por la fuerza a las autoridades de una universidad que defendían la libertad académica en Turquía.