Al final, lo que importa, lo que sigue importando, es la democracia. Después del baile de resultados a cada santo le toca aguantar su vela… Pero, más allá de deseos y justificaciones (en política hasta lo blanco es negro) está la voluntad soberana del pueblo que, una vez más, nos sorprende con resultados inesperados (aunque no tanto). Lo cierto es que una gran parte de la ciudadanía le ha dicho no al poder absoluto y a la prepotencia del poder central. Ahora, lo que queda, después de mea culpa sectario, es preguntarse si el Gobierno será capaz de entender este mensaje.
Con el debido respeto hacia los contendientes, lo que verdaderamente importa es que triunfe la democracia. Ideologías, partidos y alianzas, por más que hinchemos el pecho y nos llenemos la boca, son relativas (y pasajeras) a la experiencia mayor de construir la polis, es decir, la ciudad, el país, la convivencia ciudadana. Lo más importante no son los políticos, sino las personas y el bien común, la justicia y la libertad. Lo dicen hasta la saciedad la doctrina social de la Iglesia y el sentido común que el pueblo tiene encerrado en la caja de la paciencia, que madura en el aguante y que explota en las narices de aquellos que se creen importantes.
Ahora, pasada la resaca de las elecciones, toca recordar que, en democracia, tan importante como votar es fiscalizar la acción de los políticos y administradores públicos. Un voto no puede ser un cheque en blanco. Hay que desarrollar los programas, cumplir las promesas y buscar siempre, por encima de sectarismos y ambiciones, el bien común de nuestro pueblo. La política, la que incide en la conciencia y en el corazón no la hacen, los superideólogos, encerrados en sus despachos y, tantas veces, en sus prejuicios. Ellos sueñan con ser dueños del mundo, amos de las soluciones. Juegan con las personas como Bismarck jugaba con los soldaditos de plomo sobre un tablero de guerras y victorias imposibles. En política, la mejor forma de obligar a unos y otros a cumplir y a servir es que todos participemos en la vida de la comunidad. Eso es la participación ciudadana, hoy sustituida, desde arriba, por la propaganda.
Participar no es aplaudir siempre al líder; no es limitarse a ser espectadores indiferentes que sólo reaccionan cuando ven en peligro sus intereses; no es acomodarse al subsidio y la prebenda; no es vivir indiferentes ante el dolor y la necesidad ajena. Más bien, participar es aplaudir sólo cuando el gobernante lo merezca; participar en la trama social, barrial, gremial, corporativa, sabiendo que el país se construye desde abajo; buscar en el trabajo, la creatividad y la investigación, la solución de nuestros problemas y el crecimiento de nuestra gente, especialmente de los más vulnerables y necesitados.
Lo que está en juego no es quién nos gobierna, sino qué modelo de país y de ciudad estamos construyendo, qué valores y actitudes estamos promoviendo. No se olviden los vencedores que no están solos. Todos podemos, en algún momento, decir: gracias, hasta aquí hemos llegado.