En Colombia no existe el “delito de sangre”. Esta es una de las frases más repetidas cuando se establecen los vínculos familiares entre reconocidos y legendarios criminales y personajes públicos. Recordarlo cada vez que se muestran las ramas ensangrentadas del árbol genealógico de estos personajes da una medida de la eficiente penetración de las organizaciones criminales en la familia tradicional colombiana.
El narcotráfico aportó u na fuerte cuota de bastardía en nuestras familias de clase media y alta. En el último medio siglo el número de familias con un pariente cercano comprometido con el narcotráfico volvió casi inofensivas a las que en el medio siglo anterior tuvieron un pariente cómplice y protagonista directo de la violencia partidista. La perversión del núcleo familiar ha sido gradual: hijos y nietos de quienes habían apoyado la cruzada sanguinaria de ‘pájaros’ y ‘chulavitas’ contra liberales y campesinos se vieron enredados treinta años después en las cuerdas del paramilitarismo. En uno y otro casos se trataba de “guerras antisubversivas”.
A nadie le escandaliza saberse descendiente de algún político que echó combustible letal al sectarismo conservador y aceptó como cosa normal el exterminio de liberales o la expulsión violenta de campesinos. Aquellos antepasados prepararon la fusión entre fe religiosa y fe política y lo hicieron para “salvarnos” del demonio liberal o el infierno comunista. Pasado cierto tiempo, dejaron de ser señalados como autores intelectuales de crímenes repetidos por decenas de miles entre 1946 y 1955. El país político prefirió recordarlos como excelsas figuras de su partido e, incluso, como la feliz continuación de dinastías familiares con poder hereditario.
La mañosa manera de ir aplazando los veredictos de la justicia dejó caer gruesas capas de olvido sobre el horror. No fue motivo de vergüenza ser vástago de algún caudillo iluminado que justificó con su verbo los crímenes presentados como actos de purificación patriótica. No se hablaba del “delito de sangre”. Ser pariente de los autores intelectuales de crímenes selectivos y masacres lo hacía merecedor de un certificado de lealtad a los antepasados.
Los parientes de narcotraficantes de los últimos 40 años que se beneficiaron económicamente con favores del tío o el primo, hoy hacen maromas para que no los confundan con el pariente criminal con la fuerza que no tuvieron para separarse mientras estuvieron vivos. La familia colombiana, en todas sus clases sociales, hizo una novedosa división técnica del trabajo: unos se dedicaron a hacer política o negocios; otros, a enriquecerse con actividades criminales. Y lo más sorprendente de todo: sin pisarse nunca las mangueras. Nunca abandonaron la lealtad de familia. La costumbre de dejar que el tiempo sane las heridas no es nada distinto a poner sucesivas capas de olvido sobre la Historia. Yo era un niño cuando se firmó la “paz” que pretendía poner fin a la violencia partidista, pero jamás escuché una confesión de culpa de quienes la habían instigado. Una generación de familiares pasó agachada sobre los crímenes de sus mayores. Nadie quiere aceptar la vergüenza de haber visto prosperar las frutas podridas en el patio familiar.