La próxima vez que le lleven preso por haber cometido la infracción de conducir a más de 60 km/h en la ciudad, piense que los límites de velocidad y sus respectivas sanciones son un reflejo de lo absurda que puede ser la legislación que impulsa el Gobierno.
La próxima vez que, para respetar el límite de velocidad, vaya a menos de 50 km/h en la vía Interoceánica y sienta frustración porque podría –prudentemente– ir menos lento, tal vez le sirva de consuelo imaginarse la frustración que deben sentir los accionistas de medios de comunicación y de bancos por la prohibición de tener acciones de otro tipo de empresas.
La próxima vez que realice una transacción con un policía para que no le lleve a pasar tres días tras las rejas por haber manejado a 61 km/h en la av. 10 de Agosto, acuérdese de los estudiantes de colegio que a través de la cerca realizan furtivamente transacciones con vendedores ambulantes para comprar gaseosas, porque la venta de esos y otros productos supuestamente terribles para la salud está prohibida en los bares escolares.
La próxima vez que esté nervioso porque podría estar excediendo el límite de velocidad en una zona en la que no hay señalización clara, piense en el temor que deben sentir los periodistas al realizar un reportaje político ahora que rigen las reformas al Código de la Democracia, o los empleados de una empresa de alimentos por sacar una propaganda que podría infringir un reglamento inaplicable.
La próxima vez que vea un accidente en la av. Simón Bolívar porque alguien frenó abruptamente donde el límite de velocidad cambia, sin aviso previo, de 90 km/h a 40 km/h, imagínese las sorpresas que se llevan y los accidentes que tienen el sector automotor, al que a la mitad del año le fijan cuotas a la importación de ese año; o las empresas que pierden competitividad por el aumento del Impuesto a la Salida de Divisas; o los bancos, cuyos directorios deben estar conformados por gente que sabe de negocios lo mismo que el canciller Patiño de relaciones exteriores.
La próxima vez que, por exceso de velocidad, esté en la cárcel haciéndose pana de unos delincuentes, laméntese de que aún no esté vigente el nuevo Código Penal. Habría podido hacer hartos amigos más.
Está bien que se fijen límites de velocidad y sanciones para los infractores, que se regule a los bancos y los medios, que se promueva la salud preventiva, que haya una política pública activa y que se actualicen ciertas normas. Lo que no está bien es el extremo, el absurdo, la cárcel por los 61 km/h. No está bien que el Gobierno pretenda crear (o imponer) una sociedad ‘perfecta’ a través de legislación represiva. Así lo único que logra es que la ley pierda su valor esencial –el respeto que debe inspirar por ser justa– y que todos seamos delincuentes.