El prestigio, la genuina autoridad moral, el ascendiente social adquirido por la práctica de los valores y por la integridad, fueron, en su tiempo, referentes sociales muy importantes. Ellos motivaron a la gente, justificaron los sacrificios, aguzaron las inteligencias, indujeron a los sacrificios. Fueron la explicación de la existencia de élites ejemplares, entendidas como dirigencias excelentes, y no como grupos de presión tras ventajas inmediatas.
Sin embargo, en el proceso de degradación que sufre el mundo, y que es la madre de muchos males, la primera víctima fue el prestigio, la autoridad moral. Los seres prestigiosos –los genuinos, por cierto-, hace rato ya, se transformaron en personajes inconvenientes, en testigos de mirada crítica, en censores de la hipocresía. Ya no es práctico tener hombres con autoridad moral. Es un “error”, en no pocas funciones y en otras tantas profesiones, designar a un hombre, o mujer, que trascienda de la media y marque distancia con la mediocridad, y que, además, sea indócil ante la manipulación y las ordenes, y obediente solo a sus convicciones. Semejantes sujetos son incómodos y ‘riesgosos’, porque, en tiempos de sumisión y de cálculo, se atreven a ejercer su autonomía, su libertad y su ética, y eso es peligroso para el poder, para los intereses y para el ejercicio eficiente de ‘habilidades’ y recursos pragmáticos, que en estos tiempos valen oro.
La caducidad de los prestigios explica lo que alguien llamó“el ascenso de la insignificancia”. En efecto, nos hemos llenado de ‘prestigiosos’ improvisados, de moralistas de pacotilla, de sermoneadores de inconsecuencias. Este es el mundo de los famosos de última hora que, como los fuegos artificiales, prosperan en el mundo y deslumbran en el festival antes de caer en definitiva oscuridad.
El prestigio no es cualquier fama transitoria, ni es producto de habilidades mediáticas. Es la difícil herencia de haber militado sin desmayo por la integridad y por la lealtad a los valores. Sin embargo, ese prestigio auténtico, requiere terreno fértil, necesita reconocimiento de sociedades que no han abdicado ni del sentido común ni de la ética. Este dramático fenómeno de decadencia de los prestigios morales tiene que ver con el hecho de que, en realidad, no existe sociedad estructurada, con cultura y valores, donde se siembren los prestigios. Si esa ‘sociedad’ existe, no pasa de ser un tumulto en el que prospera el cinismo, la vocación por el ‘arreglo’ y la adoración a los vivos, que reciben el aplauso de los feligreses que aspiran a ser como ellos.
En todo caso, esto de los prestigios en decadencia es asunto serio. Es, a mi entender, la explicación del empobrecimiento moral que nos inunda con la fuerza del cinismo, y ante la impavidez de los que consumen y bailan al ritmo que la moda impone.
¿Será posible restaurar a la autoridad moral como eje de la sociedad?