Cada día cobra más fuerza, más músculo, la sensación de que vivimos en una época de descaro y desparpajo. Gana terreno, kilómetro a kilómetro, la impresión de que hemos perdido todo sentido y noción de la vergüenza (propia y ajena), de que la desfachatez se ha convertido en la cuestión fundamental, que debe ser ejercida [la desvergüenza] con hombría (porque también vivimos en la era del macho ultra alfa con esteroides, en tiempos en que el mejor argumento es una buena amenaza). Ser descarado, hacer las cosas a trancas y barrancas, pisar las cabezas que haya que pisar, ir apilando cenizas en el camino, son las reglas del juego.
A pesar de toda la propaganda que ustedes quieran, la gruesa e infranqueable línea (en teoría alambrada, estacada e insalvable) que debería dividir los dineros públicos de los dineros privados se desvanece a diario y desde hace mucho tiempo. Las fronteras entre el patrimonio del Estado y el patrimonio privado también se diluyen y se disuelven. ¿Se imaginan un político honrado, que no claudique y que defienda sus principios? ¿Se imaginan un político que no esté alucinado por la tentación del dinero? También se evaporan aceleradamente las más básicas reglas de la vida en democracia, como la rendición de cuentas y la ilegitimidad del nepotismo. A nadie en sus cinco sentidos se le ocurriría –por miedo, por inconveniencia, por temor de enfrentarse a la pesada maquinaria del Estado- cuestionar cuánto se gasta en tal o cual cosa, preguntar si no sería mejor hacer tal o cual inversión.
Del otro lado, a ningún político en sus cabales se le pasaría por la cabeza explicar por qué se gasta el dinero público en un proyecto equis o por qué se ha invertido una cantidad en una cosa u otra.
Los políticos, una vez electos, dejan de encarnar a sus electores y nadie sabe a quién representan, hasta el circo de las próximas elecciones. Ya a nadie se le ocurre, por las mismas razones, cuestionar por qué los gobiernos y la administración pública están llenos de primos hermanos, primos segundos, hermanos, medio hermanos, amigos y parientes. Nos vamos educando en la arbitrariedad y en el privilegio.
Se nos hace callo el sentido de la crítica. Como en las épocas más oscuras del franquismo, hormiguean los primísimos, los hermanísimos, los cuñadísimos, todos con la frente en alto.
Esto anterior viene mezclado -en una fórmula que en algún momento seguramente explotará- con la arrogancia del poder, con la glorificación de que el poder es eterno e ilimitado, con la receta de que los gobernantes son los que deben fiscalizar y controlar a los ciudadanos y no viceversa. Es una especie de éxtasis del poder, de celebración de lo que se cree perpetuo y sin fronteras, de desenfreno del exceso. Hay muy poco cambio, lo que hay es un trasvase de élites en el poder.