Para situar el análisis de un aspecto del endeudamiento público en una etapa interesante de la vida nacional, se puede dar una pincelada a los últimos 30 años. Y, es que a partir de 1988 uno de los actores de la vida pública ha sido este instrumento (dulce cuando se contrata, amargo cuando se paga) que, con singular efecto alivió los dolores sintomáticos de una descomposición económica, sin atender las causas que la provocan. Aún mas, casi como la talidomida, trajo consigo deformaciones funcionales que aparecen luego cuando ya es tarde.
A que me refiero, a los daños que acarrean los déficit fiscales con su rueda maldita de engullir recursos que no tiene y formar dogales asfixiantes que limitan la oxigenación de la economía; fracturan los objetivos sociales y ponen en riesgo con claridad meridiana la funcionalidad del sistema; así como, en concreto a los enormes beneficios que transporta la reforma económica encaminada a prohibir los déficit primarios en la presupuestación pública. Pocos la han comentado sobre su trascendencia e incluso no han faltado críticas a su relativa importancia dentro de la configuración de la política económica. Pues bien, miremos unos datos para apreciar que pasaba en nuestra realidad si este principio internacionalmente reconocido era respetado, aún sin necesidad de contar con una ley sino simplemente por consistencia conceptual.
De toda la serie (tres décadas), el déficit primario (que confirma el uso de la deuda para pagar intereses), sólo aparece a partir del año 2009 (con excepción de 1998) y no sale de la vida nacional hasta estos días. Ni siquiera en los años más difíciles previos a la dolarización, con bajos precios del petróleo o conflictos fronterizos, los gobiernos incurrieron en este desliz macroeconómico. Incluso en los pininos de la nueva realidad monetaria (siglo XXI), que fueron retadores, no se cayó en este pozo.
Pues bien, el monto acumulado (en nueve años) por este desequilibrio llega a la bicoca de 25 600 millones de dólares, que por supuesto (verdad de Perogrullo) fueron cubiertos con deuda pública. Y, de estos, 11 000 millones fueron a pagar los benditos intereses, que ahora para tener datos actualizados ya bordean los 3 000 millones anuales.
Si el longevo gobierno habría consentido y aplicado esta normativa, la deuda pública reconocida y superior a los 60 000 millones de dólares no habría llegado a los 35 000 millones; y, con ella, si bien todavía se demostraba la existencia de una política fiscal expansiva, los márgenes de corrección en los que incurriría la política económica, tendrían una dimensión sustantivamente menor.
Por eso, esta reforma y la prohibición al BCE para que financie el déficit fiscal, son dos cambios estructurales poderosos que hay que valorarlos en lo que significan.
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