Hay dos formas para ajustar el gasto público a la nueva realidad económica del país. La rápida y la que decidió el Gobierno, que se tomará todos sus cuatro años para dejar unas cuentas fiscales más o menos saneadas.
El ofrecimiento de las autoridades es llegar al 2020 con un déficit fiscal manejable, de entre el 1 y 2% del PIB, lo cual será un gran desafío porque el año pasado el hueco fiscal estaba en el 7% y es probable que este año se repita una cifra similar.
La reducción del déficit es una tarea harto compleja, pero el Gobierno prevé hacerlo bajando básicamente la inversión pública y las amortizaciones por deuda pública. Esto último supone lograr una reestructuración de las obligaciones del Estado, una tarea que tomará un buen tiempo mientras se logra bajar el riesgo país y se consiguen créditos más baratos y a más largo plazo. Mientras tanto, un déficit fiscal elevado supone acudir a nuevo endeudamiento.
Del lado del gasto corriente no hay que esperar mayor cosa, aunque la semana pasada el Presidente de la República emitió el Decreto 135, que pudiera reducir el gasto corriente en unos USD 1 000 millones.
Eso evidencia lo largo y difícil que es poner la casa en orden luego de una década de excesos, no solo en el gasto corriente sino también en el gasto de inversión.
Las 29 medidas que propone el Decreto 135, sea para bajar el gasto en personal o la compra de bienes y servicios, pone en evidencia el derroche en la ‘década ganada’, cuando el gasto en sueldos de la burocracia creció a un ritmo del 14% anual, mientras la economía lo hacía apenas al 3,3%.
Con la nueva burocracia creció el número de instituciones públicas, el gasto en arriendos de nuevos edificios, la compra de vehículos, el pago de viáticos y de seguridad para más funcionarios, bonos por eficiencia, más pasajes de avión, horas extras, celulares, consultorías, propaganda, etc.
Por ahora hay un decreto contra el despilfarro; el reto es que se logre ejecutar.