La idea de escribir esta columna llegó mientras curioseaba unas fotos, casi como una broma. Un fotógrafo –tan talentoso como disléxico– que había captado las imágenes de los patrullajes militares en la ciudad, entre otra información para entender la foto proporcionaba esta: “por el estado de desepción en Quito”. Primero me sonreí, luego me reí a carcajadas y de repente paré en seco; esa confusión, conceptual y ortográfica, describía a la perfección el estado en que yo me encontraba (y me sigo encontrando).
No tengo casi palabras, ni fuerzas, para describir la decepción enorme que me produce ver cómo mis afectos más cercanos amenazan con pulverizarse después del fatídico 30 de septiembre. Porque no he tenido el ‘tino’ de quedarme callada ante la situación política, y sobre todo moral, del país. Porque para esas personas queridísimas cualquier comentario que ponga sombra de duda sobre el actual proceso político, su líder o quienes lo aúpan, es tomado como una afrenta personal; sin que lo sea.
¿Sobre qué estaban sostenidos estos afectos para que algo que no tiene nada que ver con ellos sea capaz de arrasarlos? No tengo una respuesta, solo la decepcionante evidencia de que las pasiones políticas inventan rencores, alimentan fantasmas, imposibilitan conversaciones, entendimiento.
Supongo que P, a quien conozco hace casi 20 años, siente la misma decepción -y frustración- que yo. Por eso sin que importaran su cultura, su honradez, su calidez humana y su inteligencia meridiana, fue capaz de decirme -con mucha seriedad- que la única opción que nos queda es tomarnos el poder.
¿Qué tipo de desesperanza lleva a alguien lúcido como P a pensar así? ¿A buscar la salida absurda de un sitio donde no ve más posibilidades que imponer su propia ley (que es exactamente lo que están haciendo los demás)?
También escucho la decepción en la voz de ese casi sesentón adorable, con quien he compartido toda la vida, y que sé que en las siete elecciones ha votado por Rafael Correa. Él me cuenta que esto va de mal en peor y hace sus comparaciones, sencillas, de hombre común, para comprobármelo: “En Chile, ya ves, todo un país se esfuerza por 33 hombres; en Colombia, esa gente parece que finalmente va a ir para arriba sin la guerrilla; en Perú están felices festejando un Nobel. ¿Y nosotros? Odiándonos, matándonos entre nosotros mismos. ¿Por qué? Por nada”.
¿Cómo no sentir esta decepción angustiosa cuando hay quienes todavía defienden, sin sonrojarse, los festejos de la noche de 30 en la Plaza Grande y Carondelet? Cuando el país entero había visto minutos antes, en directo, morir gente por televisión.
Decepción profunda (ojalá no irreversible) esta que siento de imaginar cómo nos ven afuera. Ecuador, para el mundo ¿será un país o será un mal chiste?