Los candidatos a la Presidencia de los Estados Unidos debatieron tres veces en los últimos días de la campaña. El debate, como siempre, despertó expectativas en todo el mundo ya que las decisiones que se adoptan en la nación más poderosa de la tierra afectan a todas, en mayor o menor medida, razón por la que una institución académica francesa manifestó que sería hora de examinar la posibilidad de crear mecanismos para que los ciudadanos del mundo participen en las elecciones norteamericanas. Ciertamente, no parece viable tal iniciativa, pero su importancia radica en las razones por las que se la presentó.
Los debates entre Obama y Romney fueron un ejercicio democrático envidiable en el que los dos expusieron y criticaron sus programas de gobierno, en un ambiente de mutuo respeto y de confrontación de ideas, sin que faltaran los hábiles recursos dialécticos.
En el debate sobre política internacional, América Latina solo fue mencionada cuando Romney comparó su potencial económico y comercial con el de China. Se ha querido explicar este aparente olvido señalando que los candidatos respondieron a preguntas sobre los problemas más candentes del momento: el creciente poderío nuclear de Irán, el terrorismo internacional, el Oriente Medio, Israel, Afganistán, Irak, Siria y Libia.
Es verdad que otras regiones tampoco fueron mencionadas en el debate: la Unión Europea, África subsahariana, Asia-Pacífico, India y Sudáfrica; pero la verdad histórica es que ni republicanos ni demócratas se han preocupado de manera sistemática por América Latina. La idea de que hemos sido un ‘patio trasero’ de Washington describe -aún desproveyéndola de su sentido peyorativo- una realidad factual. La doctrina Monroe que se enunció, frente a los intentos europeos de reconquista, como ‘América para los americanos’, realmente se ejerció como ‘América para los norteamericanos’.
Si la historia nos presenta esta realidad de bulto, cabe preguntar qué podemos hacer para cambiarla. Sería fácil, pero insuficiente, responder que Washington debe modificar su manera de ver y entender a la América Latina. Nos corresponde a los latinoamericanos conseguir que así suceda. Nosotros debemos cambiar. La clave del cambio puede estar en fortalecernos internamente, en cada uno de nuestros países, como democracias respetuosas del estado de derecho y de las libertades, en primer lugar, y trabajar juntos dentro de esquemas de integración menos complicados reglamentariamente y más pragmáticos, sin prejuicios ideológicos de ninguna naturaleza, que propicien la concertación de ideas y políticas claras y definidas. Los llamados ‘países emergentes’ nos están orientando en ese sentido.
Así conseguiremos, solidariamente unidos, que Washington -por el peso de insoslayables realidades- piense en América Latina.