Decía Eliseo Alberto, escritor cubano que acaba de morir en su exilio mexicano, que a él no lo iban a recordar por sus poemas o novelas, sino por el “Informe contra mí mismo”. En lo que a mí atañe, tenía razón: por el Informe y por haberme dejado plantado cuando lo fui a recoger en el hotel para llevarlo a probar un cuy asado. Se había amanecido con un par de compatriotas y no estaba para aventuras culinarias.
Corría el año 2002. Días antes, María Fernanda Heredia, de Alfaguara, me anunció que Eliseo vendría a presentar una novela e iríamos a almorzar juntos. Para ponerme en autos, como dicen los abogados, conseguí y leí de un tirón ese Informe, crudo y poético testimonio de los mecanismos de humillación y control que debían soportar los cubanos, empezando por la exigencia de convertirse en informantes sobre familia y amigos. Lo poético surgía del contraste con su amor a la isla y a su cultura, una cultura que conocía a fondo; no en vano su padre fue el gran poeta Eliseo Diego.
Nuestra charla en el almuerzo permaneció en los terrenos de la literatura. Coincidimos en que la flamante “Reina del Sur”, de Pérez Reverte, era una buena novela, y pensé aprovechar el cuy del día siguiente para hablar de su Informe, que me había conmovido.
Porque este libro tierno y descarnado, atormentado y valiente, es la memoria muy bien escrita de su juventud en La Habana, sus novias, su gallada de artistas y rebeldes, con gays incluidos, en contraste con las estupideces y abusos de los funcionarios y demás propietarios de la verdad y el futuro de la patria, quienes obviamente tildarían de traidor al autor de un texto que en algunos tramos sigue la línea de esos trágicos testimonios del derrumbe de una fe y unos dioses montados sobre aparatos político-policiales cuyo temible mecanismo suele ser desmantelado demasiado tarde.
Pero no hay en el Informe el viraje al anticomunismo que se expresaba en el clásico ‘El dios que fracasó’ (1949) donde seis grandes escritores, incluido André Gide, abjuraban del estalinismo. No, para Eliseo se trata ante todo de entenderse a sí mismo y a su generación, comprender qué coño pasó con la Revolución y por qué se agotó ya en los años ochenta. Y lo hace como corresponde, a través de una escritura llena de recursos literarios, anécdotas, diálogos, denuncias, cartas críticas de lectores, enumeración de frases y clichés revolucionarios, fragmentos de poemas, humor y desenfado.
Claro que esos son excesos de la libertad de expresión para cualquier comisario de cualquier revolución. Pero quien desee atisbar la verdad verdadera de la Revolución cubana, sus horas de gozoso esplendor seguidas por la decadencia, la intolerancia y el miedo, debería empezar por aquí y no por las canciones añejas de Carlos Puebla.