De la televisión, es decir, del predominio de la imagen, hemos pasado, casi insensiblemente, a la “cultura telegráfica” que domina las redes sociales y responde a las urgencias de sociedades atolondradas.
Del correo electrónico -que nos obliga a ser concisos, pero todavía un poco reflexivos- hemos llegado al twitter, esa abreviatura que pretende abarcarlo todo en forma sumaria y superficial.
Así, el idioma se convierte en un sistema de mensajes cifrados, en los que cabe desde la destrucción de la ortografía, hasta la transformación de la lógica. Todo en beneficio de la velocidad y de la ansiedad de contar, transmitir, replicar, y ser un sui géneris “sujeto de opinión”.
La velocidad y la abreviatura que imponen las nuevas herramientas responden a la índole de la sociedad y condicionan a generaciones enteras, que se han habituado, sin reflexión alguna, a un modo distinto de relacionarse, que casi han olvidado la lectura y la conversación cara a cara y que exigen, en todo, mensajes cortos y síntesis “ejecutivas”.
La cultura telegráfica induce a la convicción de que el mundo comienza y termina en la red, que lo verdadero es lo virtual, y que donde no hay conexión, no existe nada. Así el mundo, la política, la cultura se convierten en ficciones precarias, en visiones deformadas por la prisa y la superficialidad. La red es un poderoso instrumento que organiza el mundo y determina la mentalidad de los usuarios.
Todo esto es una revolución que ha transformado y transformará muchas cosas. La conexión instantánea tiene, sin duda, enormes beneficios. Ya no hay fronteras ni distancias. Pero la tecnología compite con gran ventaja sobre los padres y las familias, y constituye una poderosa fuente de información, desinformación y opinión de hijos y nietos.
La red desplaza al profesor, torpedea la clase, distrae al alumno y crea una suerte de mundo paralelo donde naufragan constantemente los referentes de sociedades que no encuentran la forma, ni la calma, necesarias para entender lo que está ocurriendo.
La red impone ese curioso anonimato de personas que están juntas sin hablarse, de seres distantes, distraídos y absortos en sí mismos, que proliferan en reuniones, autobuses, calles y plazas. Hay cada vez más individuos ansiosos, y a veces desesperados por conectarse, responder, transmitir mensajes y enterarse de la última noticia.
Así, pues, es preciso “pensar las redes”, y admitir que la economía, la política, la familia, la escuela, la universidad, inducidas por ellas, empiezan a correr sin orden ni concierto, y a formar parte de las angustias que son la sustancia de la cultura del telegrama.El problema es que las instituciones no están preparadas para correr esa maratón, y que la prisa, a veces, es mala consejera.